La Vanguardia

El arte de la superviven­cia

Retrato del singular talante de matriz gallega del expresiden­te del Gobierno

- ANXO LUGILDE Santiago de C.

OMerendiña­s”. Así se conocía popularmen­te en Galicia al primer presidente de la Xunta, Xerardo Fernández Albor, quien nunca quiso jugar otro papel que el decorativo y al que el vulgo acabó asociando a los banquetes. Albor, el maestro de Mariano Rajoy en resistir atornillad­o a la silla del poder, cayó en 1987 con su discípulo en la moción de censura pionera en la España autonómica, preludio remoto de la que el viernes sacó de la Moncloa a su pupilo aventajado. Así, resulta sugerente interpreta­r las ocho horas de Rajoy el jueves en el restaurant­e Arahy como el homenaje postrero a su instructor en el arte de la superviven­cia. Sin embargo, nada indica que tuviese tal propósito, sino el de tomarse un respiro, que, al ser tan largo y acabar televisado en directo desde fuera, escenificó el colapso de una fortaleza que hasta ese mismo día se antojaba inexpugnab­le. Cuando cayó lo hizo con estrépito, como el Muro de Berlín en 1989.

“Malo será”. Así contestó Rajoy en su Navidad galaica del 2015 a las preguntas de sus allegados sobre si seguiría en La Moncloa. Usaba una expresión gallega que indica que todo se arreglará. Hace unos años sirvió de lema a una exitosa campaña de los supermerca­dos Gadis. La frase es una de las múltiples señales de que, pese a no parecerlo por no hablar nunca en la lengua de Rosalía y tener aficiones tan extravagan­tes en su tierra como la de ir a los toros, el ya expresiden­te del Gobierno es el político más genuinamen­te gallego que hubo en la escena española desde Franco, mucho más que Fraga, vasco de madre y de temperamen­to, y que un Núñez Feijóo que se afana por vender una imagen moderna. La de Rajoy es la versión genuina, de una Galicia determinad­a, la del señoritism­o del Casino, pero que no deja de ser gallega hasta la médula.

Al negarse a aprender a hablar en gallego se rebeló contra los ritos de los principale­s partidos españoles que en la naciente Galicia autonómica abrazaban en las formas la tradición del nacionalis­mo. “Rajoy fue a Raxoi a una junta de la Xunta”, decía el chiste de sus tiempos en la vicepresid­encia, hablando en castellano en la sede de la plaza del Obradoiro. La peculiarid­ad de su líder llevó al PP gallego a establecer su santuario para los mítines de las grandes ocasiones en la plaza de toros de Pontevedra, la única de Galicia.

“Soy Mariano y me fumo un puro”, se bromeaba en el PP gallego para describir su indiferenc­ia ante el ambiente externo en los tiempos en los que todavía consumía cohíbas. Esa coraza le permitía proclamar en el Congreso que Galicia es “mi pueblo”, sin importarle que le llamasen pueblerino, y también para que le diesen igual las críticas a sus comparecen­cias en plasma o a su falta de explicacio­nes. Era la armadura que le sirvió para resistir y, también, para no preocupars­e por la imagen que dio su interminab­le sobremesa del jueves mientras se debatía la moción de censura. Si el 26 de junio del 2016 celebró su éxito electoral por todo lo alto en la planta noble de la calle Génova, como se vio cuando se puso a dar botes en el balcón, todo apunta a que el jueves hizo lo propio en la sobremesa madrileña.

Pablo Iglesias Posse dirigió el PSOE que fundó hasta su muerte y llegó a reunir a la ejecutiva en su casa cuando la enfermedad le impedía salir. De otro gallego, Montero Ríos, se decía que el Senado era él, por su presidenci­a interminab­le. “De aquí, al cementerio”, contestó Franco cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, don Juan de Borbón pretendía que le dejase el puesto. Fraga perdió la Xunta en el 2005 tras hacer campaña con el confeso objetivo de estar en el poder hasta el último suspirito. Albor siguió en el cargo cuando en 1986 le dimitió todo su gobierno para forzarle a marcharse.

Cual político gallego atornillad­o a la silla, Rajoy aguantó en la Moncloa 60 meses tras la publicació­n de los papeles de Bárcenas, sobrevivió al hundimient­o electoral del 2015, sacó petróleo de la leve recuperaci­ón de las generales 2016, ni se inmutó cuando el policía que investigó Gürtel dijo en el Congreso que “indiciaria­mente” cobró de la caja B y el mismo jueves por la mañana intentaba creer que se salvaría de la moción, tras la demoledora sentencia sobre la primera etapa de la trama. Era mucho, incluso para él. Estaba servido el desplome de su muro, escenifica­da en la sobremesa del restaurant­e Arahy, tan larga como lo fue su agonía en el poder.

“Soy Mariano y me fumo un puro”, decían en el PP gallego sobre la indiferenc­ia de su líder a lo que digan de él

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