La Vanguardia

En el origen de Rajoy

- Jordi Amat

Pocos meses después de la victoria del PSOE de 1982, que impulsaría la democratiz­ación del Estado de 1978, un diputado del Parlamento gallego –Mariano Rajoy Brey, el diputado más joven– escribía en el Faro de Vigo un artículo de opinión cuya pretensión última era impugnar la raíz ideológica que desplegaba­n las políticas progresist­as. Estaba a punto de cumplir los 27 años, ya era registrado­r de la propiedad –se había sacado una oposición de élite sólo un año después de haberse licenciado en Derecho– y, si no lo era ya, pronto sería el presidente provincial de su partido en Pontevedra. En dicho artículo, titulado “Igualdad humana y modelos de sociedad”, Rajoy sostenía que las políticas encaminada­s a conseguir la igualdad eran una falacia toda vez que su pretensión era desnatural­izar lo que es obvio: ya desde la gestación misma (“cuando en la fecundació­n se funde el espermatoz­oide masculino y el óvulo femenino…”), hombres y mujeres son constituti­vamente desiguales. Todas las leyes o normas dirigidas a atenuar dicha diferencia, afirmaba, eran negativas en la medida en que eran antinatura­les: “radicalmen­te contrarias a la esencia misma del hombre, a su ser peculiar, a su afán de superación y progreso”. Hay lo que hay y no hay nada más que hacer.

Al cabo de algo más de un año, y cuando aún no tenía los 30 pero ya era presidente de la Diputación de Pontevedra, el ahora expresiden­te del Gobierno siguió desarrolla­ndo esa teoría para atacar la legislació­n socialista. Lo hizo en otro artículo publicado en el mismo periódico. El pretexto era comentar elogiosame­nte La envidia igualitari­a, ensayo escrito por el político franquista Gonzalo Fernández de la Mora –uno de los referentes en la modernizac­ión del discurso conservado­r español, impulsor de la desideolog­ización de la acción política en beneficio de la tecnocraci­a capitalist­a–.

“La igualdad biológica no es pues posible”, afirmaba Rajoy para complement­arlo justo después con otra afirmación que se colegía de la anterior: “tampoco lo es la igualdad social”. Intervenir para corregir la desigualda­d sólo podía catalogars­e como una forma de despotismo bombeada por la envidia. No era la moral correcta. La aceptación de la desigualda­d constituti­va de los sujetos y, por tanto, de la naturalida­d de las jerarquías en la estructura­ción de la sociedad, era, por el contrario, “fruto de la libertad”. No es que los mejores debiesen mandar para el bien común. Nada de Rousseau, a quien nombraba junto a Marx, ni de contrato social. Debían mandar, simplement­e, porque eran los mejores. No puedo imaginar una concepción de la mecánica de la sociedad más intrínseca­mente conservado­ra. En otras palabras, no se meta en política.

Si las políticas de igualdad debían descodific­arse como el fruto de la envidia, la posición moral de quien las critica desde una superiorid­ad plenamente asumida sólo debería catalogars­e como soberbia. Esa podría ser una explicació­n para comprender por qué Rajoy desapareci­ó del Parlamento durante buena parte de la moción de censura para encerrarse horas y horas en un buen restaurant­e de la parte alta de la capital. ¿Para qué discutir más? ¿Con esta gente?

Sospecho que para Mariano Rajoy, más que el Parlamento o incluso el Gobierno, el ámbito donde la superiorid­ad política se demuestra es en el mantenimie­nto y conquista de posiciones de poder en el propio partido. Allí se dan las luchas más implacable­s y ese aprendizaj­e temprano quizá sea la base de la configurac­ión de un liderazgo vacío de contenido, regenerado en la perpetuaci­ón en el poder.

A finales de 1985 le tocó enfrentars­e al primer intento de decapitarl­e. La espada la empuñaba Manuel Fraga –el presidente nacional de su partido– y su propósito era consolidar en Galicia un liderazgo alternativ­o de Alianza Popular. Ante el abrazo del oso (dejar la presidenci­a provincial con la promesa de entrar en la candidatur­a de las próximas generales), Rajoy fue fuerte. “Creo mi deber afirmar que los comportami­entos personales de Manuel Fraga no me parecen, desde luego, ni correctos, ni democrátic­os, ni leales”. Fraga declaró que le había perdido la confianza. Rajoy resistió. Fraga, ante el pulso planteado, citó a Rajoy en Madrid. Pagaría por saber lo que descubrió aquel día en la capital. Aunque el veterano ministro del franquismo, aparenteme­nte, logró sus objetivos, al cabo de un año el diputado en las Cortes Rajoy era nombrado vicepresid­ente de la Xunta. Ciertament­e, como nos recordó Anxo Lugilde, perdió el puesto tras la victoria de una moción socialista. Pero diría que Rajoy había descubiert­o, como segurament­e descubrió hace un año Pedro Sánchez, que en España la dureza de la autoridad de un político se afianza cuando se enfrenta a los suyos a muerte y gana la batalla interna.

Durante los años del Gobierno Zapatero, la batalla de la derecha neocon para destruir a Rajoy fue brutal. Uno de sus colaborado­res más cercanos me dijo que la planta que ocupaban en la sede de Génova era como Fort Apache. Constantem­ente asediados. No consiguier­on tumbarle, pero la trama de corrupción organizada en torno a la aznaridad, de la que formó parte, al fin, lo ha derrotado. La superiorid­ad no dura para siempre.

Rajoy descubrió que en España la autoridad de un político se afianza cuando se enfrenta a los suyos a muerte y gana la batalla

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JORDI AMAT

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