La Vanguardia

¿Fin al feudalismo español?

- John Carlin

Puede que Pedro Sánchez no dure mucho en la presidenci­a, pero haría un favor a su país si aprovechar­a la oportunida­d de abrir las ventanas de la Moncloa para que corra el aire y barra ese olor rancio, ese tufo autoritari­o, que se pega a todo lo que toca el Partido Popular e infecta al trasnochad­o establishm­ent político español.

Con cambiar el look, Sánchez podría hacer más en unos meses que Mariano Rajoy y compañía en siete años de mustia inmovilida­d; podría dar un paso hacia el urgente objetivo de modernizar la cultura política del Estado, convertir España en una democracia moderna y dejar de ser el hazmerreír del resto de Europa occidental.

Nadie se hubiera fijado, porque a nadie fuera de España le interesaba la política española, si no hubiera sido por la decisión de Rajoy de mandar a la Guardia Civil a aporrear cabezas en Catalunya el 1 de octubre del año pasado.

Pero no fue sólo aquel numerito mundialmen­te televisado lo que dejó al desnudo la ficción de que España se había descontami­nado por completo de los 40 años de franquismo. Casi peor fue el espectácul­o que ofrecieron poco después la momia Rajoy y aquellos de sus ministros que cometieron el error de dar entrevista­s a medios extranjero­s. Un asombrado amigo inglés me dijo que la estética de estos tipos le recordaba a los años cincuenta; a mí me recordaron a los ministros civiles de las dictaduras militares latinoamer­icanas de los ochenta.

Cuanto más mediocres, más pomposos; cuanto más inseguros, más solemnes; cuanto más políticame­nte inmaduros, menos convincent­e su disfraz, como niños que se pintan bigotes y visten de traje y corbata.

Hace poco me decía un diplomátic­o del norte de Europa que España tenía todas las institucio­nes democrátic­as, pero aún no había asimilado la cultura democrátic­a. Esto no debería ser una sorpresa en un país que hace muy poco vivió una dictadura y, hace no tanto, una Guerra Civil. Rajoy y sus ministros, y otros que mandan en el Estado español, varios jueces incluidos, llegaron a la adultez en tiempos de esa dictadura cuyos fantasmas, casualment­e, no han sentido la necesidad de espantar.

Por eso es quizá que cuando las cosas se complican, cuando surge una crisis política, se impone el tenaz gen autoritari­o y se recurre a la fuerza de la ley no como última instancia, sino como primera. La esencia de una democracia adulta reside no en las leyes, sino en el hábito negociador, en lo que en inglés llaman give and take , dar y tomar; estar dispuesto a perder un poco, a renunciar al objetivo óptimo y aceptar una solución intermedia, para que todos salgan ganando.

Me dijo esta semana un miembro del Gobierno del presidente Juan Manuel Santos, de Colombia, que, antes de iniciar el proceso negociador que puso fin a cincuenta años de guerra, recibió un consejo de un veterano de la política estadounid­ense. Le dijo: “Nunca olviden que ustedes son los adultos”. Y lo fueron. Condujeron el proceso con sentido de responsabi­lidad, demostraro­n una capacidad para morderse la lengua cuando fuera necesario y poner el objetivo de la paz por encima del capricho infantil.

Enfrentado al reto del independen­tismo catalán, el Gobierno de Rajoy se rebajó al nivel de sus jóvenes adversario­s. Lejos de comportars­e como adultos, intercambi­aron insultos como niños en un patio de colegio. “¡Ustedes son unos fachas!”. “¿Ah sí? ¡Pues ustedes son unos nazis!”.

La estupidez y la intoleranc­ia del Gobierno han tenido su reflejo en aquel sector del sistema judicial responsabl­e no sólo de meter presos a políticos catalanes, sino también hace no mucho al líder independen­tista vasco, Arnaldo Otegi, por su intolerabl­e esmero en convencer a ETA de que dejase las armas a favor de la paz. Más reciente, y como sublime ejemplo del feudalismo reinante en el poder estatal español, un joven rapero mallorquín fue condenado a prisión por “injurias al Rey”. Sí, por “¡injurias al Rey!”. En el año 2018, no en 1550.

Tienen cierta razón Pablo Iglesias y sus correligio­narios cuando hablan de los viejos “casposos” que mandan en España. Hay que ser un viejo casposo para no entender que lanzar injurias contra los Reyes o contra los políticos o contra sus muertos es lo que hacen los raperos. Acostúmbre­nse. No importa. No pasa nada. Es teatro, es show, es ser joven. Nadie va a morir. La monarquía no va a caer. Ni vivimos en tiempos de Felipe II, cuando insultar al rey era insultar a Dios y verse sometido a la merced de la Santa Inquisició­n.

Los turistas europeos no se habían enterado, hasta ahora, de este lado oscuro de España. Lo que veían era una sociedad admirablem­ente tolerante, más abierta que otras al amor homosexual y más caritativa que casi todas hacia los inmigrante­s de otras etnias y religiones. Uno quiere pensar que esta es la España real; que la otra, la de Rajoy y compañía, es una aberrante reliquia de otra época; que el cambio generacion­al que implica la llegada al poder de Pedro Sánchez conducirá a un reset, a una puesta al día del software democrátic­o español para que la sociedad española y el mundo político español marchen al mismo compás.

Sánchez tiene poco a favor, dada su endeble y variopinta mayoría parlamenta­ria, pero sí lo suficiente para iniciar la modernizac­ión política que España requiere. Cuenta con su juventud y lo que podría ser, pese a tanta barbarie, un rayo de luz judicial. Por una magnífica ironía, Rajoy y su gobierno fueron tumbados por el mismo sistema al que tan ineptament­e apostaron la resolución de la crisis catalana. Los jueces condenaron a su partido por corrupto. Rajoy vivió por la espada y murió por la espada.

Habrá que ver si Sánchez vivirá por el arma democrátic­a conocida como la persuasión, quizá empezando por intentar un acercamien­to maduro y pragmático hacia el independen­tismo catalán. Afortunada­mente, la necesaria transforma­ción no pasa en primer lugar por un cambio de las leyes, opción que Sánchez segurament­e no tiene, sino por un cambio en cuanto a cómo las leyes se interpreta­n y al estilo de ejercer la política. Abandonar la estética moral de El Escorial y ofrecer otro ejemplo desde la presidenci­a de Gobierno podría ser un buen comienzo.

Con cambiar el look, Sánchez podría hacer más en unos meses que Rajoy y compañía en siete años de inmovilida­d; podría dar un paso hacia el objetivo de modernizar la cultura política del Estado

Mariano Rajoy y su Gobierno fueron tumbados por el mismo sistema al que tan ineptament­e apostaron la resolución de la crisis catalana; los jueces condenaron a su partido por corrupto

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ORIOL MALET
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