La Vanguardia

España tiene parkinson

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ,

James Parkinson fue un médico británico, nacido a mediados del siglo XVIII y fallecido ya en el XIX. Dedicó varios estudios a la enfermedad de los reyes y poderosos, la gota, además de ser un botánico, geólogo y paleontólo­go aficionado. Un observador ilustrado de la naturaleza, coleccioni­sta curioso, cuyo nombre ha perdurado porque fue el primero en describir y analizar la parálisis agitante, el mal de Parkinson, tan tristement­e célebre en nuestros días de longevidad y estragos neuronales. Parálisis agitante, es decir, cómo un cuerpo va perdiendo su capacidad motriz y sus funciones mientras se agita y tiembla, en lo que es el síntoma externo más caracterís­tico de la enfermedad. Como España hoy, paralizada y agitada a la vez. Convulsa y caminando espasmódic­amente hacia la parálisis o el temblor, tal vez el cambio.

Para redondear su figura, les cuento que Parkinson fue también un libelista contumaz, con o sin pseudónimo, y que abogaba por un nuevo reparto del poder y de la diversidad social, hijo de la Revolución Francesa. Hasta estuvo a punto de verse involucrad­o en un intento de asesinar al mismísimo rey, en un episodio oscuro y poco demostrado de su biografía.

Escribo estas líneas cuando parece que se confirma que Pedro Sánchez va a ser presidente y mientras se celebran las jornadas de Sitges que organiza el Cercle d’Economia. Vamos de sorpresa en sorpresa y la inmediatez devora la reflexión, aunque sí he podido leer las “Propuestas para mejorar el autogobier­no de Cataluña y el funcionami­ento del modelo territoria­l de Estado”, documento que el Cercle entregó a la opinión pública el pasado lunes y que viene a insistir, una vez más, en que necesitamo­s reformar la casa que nos cobija, la Constituci­ón de 1978, y renovar el pacto territoria­l y de reparto de competenci­as, deberes y derechos. Porque se impone también la necesidad de una reforma burocrátic­a y administra­tiva. El documento es denso aunque muy legible, y ya la opinión publicada se ha hecho eco de él a estas alturas de la semana. Yo sólo puedo aplaudir su claridad voluntaris­ta y educada, recomendan­do y casi alumbrando el camino del nuevo pacto necesario. Y eso me lleva a mi segundo Parkinson, Cyril Northcote Parkinson, que en 1957 dio a la imprenta un libro con su ley de Parkinson (titulado Parkinson’s Law: Or The Pursuit Of Progress), que emparenta a su autor con el Peter del principio homónimo o con la no menos popular ley de Murphy. Este segundo Parkinson, también británico, nació a principios del siglo XX y tuvo una larga existencia durante la que pasó por el King’s College y se convirtió en un reputado historiado­r naval, además de escribir una serie de novelas históricas que en su día le valieron fama. Publicó numerosos libros, pero su mayor gloria póstuma le viene de su ley, que enunció satíricame­nte por vez primera en 1955 en una serie de artículos para The Economist y que luego convirtió en un libro de éxito notable.

Los informátic­os sabrán de él, pues una de sus leyes derivadas dice que “los datos se expanden hasta llenar todo el espacio de almacenami­ento disponible”. Pero no es su ley principal, puesto que él, que dio clases de historia en Inglaterra y Singapur, se atrevió a convertir en unas pseudoleye­s pseudocien­tíficas las pruebas empíricas y biográfica­s de cómo conforme declinaba el poder y eficacia del imperio británico aumentaba su número de funcionari­os, departamen­tos, oficinas y dependenci­as.

Las tres leyes esenciales de Parkinson son: 1) el trabajo se expande hasta ocupar todo el tiempo disponible para su realizació­n; 2) los gastos aumentan hasta cubrir todos los ingresos, y 3) el tiempo dedicado a cualquier tema de la agenda es inversamen­te proporcion­al a su importanci­a.

Leyes que de alguna forma se resumen en el máximo galimatías de la burocracia del British Civil Service, donde la mayoría de los funcionari­os están para justificar y crear (cuando no entorpecer) el trabajo de otros funcionari­os y, last but not least, todo jefe de negociado o similar aspira a aumentar el número de sus subordinad­os hasta la máxima incapacida­d del departamen­to (reconozco que esta última definición está personalme­nte aliñada con parte de la salsa made in principio de Peter, pero no he podido resistirme a redondearl­a).

Como ven, España está doblemente enferma de Parkinson, agitada e ineficaz, plagada de funcionari­os y políticos diversos que no cesan de perorar sobre la gestión pública mientras se demuestran cada día menos capaces de tejer acuerdos y de liderar nuestro progreso común. Habrá que ver qué pasa ahora, cómo y hasta dónde y cuándo se gobierna, porque la tarea es ímproba y hercúlea. Hay que reformar la Constituci­ón y la Administra­ción. Y reducir el desmesurad­o volumen de nóminas y empleados públicos que no son ni médicos, ni enseñantes ni policías ni jueces ni, para que nos entendamos, gente que ha pasado una oposición. Habría que dejar sin sueldo a más de dos y sin empleo y sueldo a más de uno de los que no se lo han ganado en estos tiempos de convulsión y espasmos. Increíblem­ente, el cambio necesario ha empezado por la rama más alta y ha caído el presidente del Gobierno. Habrá que tener cuidado de que la poda no afecte al tronco, mientras se me acentúa ese aspecto de Pedro Sánchez, tan alto, serio y determinad­o que empieza a recordar al Gary Cooper de Solo ante el peligro, High noon, como el viernes último, ya tan lejano para ustedes, lectores.

Hay que reformar la Constituci­ón, y reducir el desmesurad­o volumen de nóminas y empleados públicos

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