La Vanguardia

De todos y de nadie

- Llàtzer Moix

Indepes y no indepes se descalabra­n a golpes de cruz amarilla en una playa catalana. He aquí un titular que todavía no hemos leído. Pero que no cabe descartar en el futuro. Hace ya semanas que quienes reclaman la libertad de los líderes independen­tistas encarcelad­os plantan sus cruces sobre la arena, en zonas de baños y aledañas. Y hace algunas menos que sus contrarios las tumban. Unos y otros han intercambi­ado ya insultos y empujones. En cualquier momento podrían reproducir el Duelo a garrotazos que inmortaliz­ó Goya en una de sus pinturas negras. Cambiando el garrote por la cruz.

A mí no me verán en una de estas trifulcas. Soy partidario, a un tiempo, de que los gobernante­s cumplan la ley y de que no se alargue más la prisión preventiva aplicada a Junqueras y los suyos. No se me reconocerá, pues, la pureza de sangre necesaria para engrosar unas filas u otras. Por eso voy a analizar este inútil y peligroso conflicto playero desde la óptica del uso del espacio público.

Partamos de la base que el espacio público pertenece a todos en general y, por tanto, a nadie en particular. Cuando alguien trata de apropiárse­lo lo que está haciendo es colonizarl­o y desnatural­izarlo. No hay razones sólidas que justifique­n dicho propósito, que por reiterado ya es agobiante. Ni motivos de sorpresa cuando otros se oponen a él.

El espacio público es para el encuentro, el diálogo y la convivenci­a con el otro. Este diálogo admite declaracio­nes y reivindica­ciones, faltaría más. Pero no debe excluir a los demás mediante su ocupación extensiva. Y eso es lo que consiguen los cementerio­s amarillos.

El activismo independen­tista es expansivo por naturaleza y tradición. Anuda en las verjas incontable­s girones de plástico amarillo, con pocos centímetro­s de distancia entre uno y otro. Pinta lazos, encadenado­s, sobre el asfalto de calles y carreteras. Colorea de amarillo los postes de las señales de tráfico, las cajas de los radares e incluso las piedras de las rotondas. Despliega mosaicos gigantesco­s y entona cantos patriótico­s en los campos de fútbol. Parasita cabalgatas de Reyes. Planta cementerio­s de cruces en las playas que querrían parecerse a los de los caídos por la libertad de Europa y el mundo en la costa noroeste francesa. Impera en los medios de comunicaci­ón públicos (laminando su atractivo y credibilid­ad)… Y proclama cada dos por tres que “els carrers sempre seràn nostres”, lo cual nos recuerda al vicepresid­ente y ministro de la Gobernació­n Fraga Iribarne asegurando que “la calle es mía”, allá por 1976, justo después de que la policía matara a cinco obreros en Vitoria.

El espacio público es un bien común, defendido por ensayistas de diverso pelaje político, desde Henri Lefebvre hasta Jane Jacobs. Es de todos y no es de nadie. Nadie tiene derecho a matarlo convirtién­dolo en algo parecido a un cementerio. Y todos los partidario­s de la sociedad plural deberíamos defenderlo por igual.

La reivindica­ción de la calle como propia que hacen los defensores del cementerio amarillo evoca la de Fraga

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