Buñuelos de calabaza
La lectura de fragmentos de la sentencia judicial del caso Gürtel le trae a uno la memoria de épocas pasadas. Mi abuelo era el jefe del partido liberal de Canalejas en Pego, un pueblo de la provincia de Alicante. En el fondo del corral de su casa una estancia desempeñaba un papel relevante en las campañas electorales: el día de la votación, la estancia se llenaba de buñuelos de calabaza; frente a ella, unos tablones montados sobre caballetes hacían las veces de mostrador, sobre el que se alineaban vasos y jarras de aguardiente. Buñuelos y aguardiente servían para despejar las últimas dudas que pudieran albergar los electores sobre cuál debía ser el sentido de su voto. Todo eso ocurría, naturalmente, hace casi un siglo. Cuando vi por primera vez la estancia, estaba vacía, porque hacía mucho que no se celebraban elecciones en el país.
Esas prácticas, que hoy consideraríamos punibles, no lo eran entonces, aunque no fueran vistas como muy elegantes. Tampoco eran exclusivas de nuestro país: años antes, en Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836), Dickens dibujaba una caricatura despiadada de las elecciones en un pueblo imaginario, que hubieran dejado las de Pego como un modelo de corrección. Más cerca de nosotros, Roy Jenkins, varias veces ministro en Inglaterra y presidente de la Comisión Europea entre 1977 y 1981, escribía que las prácticas financieras de algunos de sus predecesores les hubieran llevado a la cárcel en nuestros días. Cualquiera puede añadir los suyos a la lista de ejemplos. Sirven para recordarnos que las reglas del juego van cambiando. Parte de esos cambios se refieren a normas no escritas, de buena educación, de compasión o de solidaridad; otras vienen recogidas en leyes, que son las que importan en este momento.
Es bien sabido que las exigencias de la competencia política en países como el nuestro obligan a los partidos a disponer de grandes recursos para encarar una campaña con éxito. Renunciar a ellos es darse por vencido de antemano. Por eso la financiación de los partidos es la principal fuente de corrupción en nuestro país. Los buñuelos de calabaza ya no bastan: se han empleado los sobrecostes y las comisiones de obras públicas superfluas, fantasmas de edificios y museos vacíos para financiar actividades de partido. Antes, los vasitos de aguardiente iban al coleto del elector, mientras que las comisiones de hoy van a parar a otros. No es aventurado suponer que la escala de la corrupción generada en torno a la financiación de los partidos es hoy superior a la de hace una generación.
Todo esto es de dominio público, y todos sabemos que esas prácticas se han dado en todo el país: casos recientes todavía pendientes nos lo recuerdan. Hay que esperar que de los delitos que de ellas resulten se ocupen los tribunales. Pero la corrupción continuada, conocida pero callada, ha engendrado un mal peor, que suele escapar a la acción de la justicia: el hábito de la mentira. Si el caso Gürtel ha tardado tanto en salir a la luz es porque se ha sustentado en una nube que iba creciendo, como una burbuja, alimentada por las mentiras que los responsables decían y que los demás aceptábamos o consentíamos tácitamente. Es esa nube de mentiras la que nos ha ido tiznando a todos, ya que es la fuente de la verdadera corrupción, del mayor daño sufrido por nuestra sociedad, más allá de sus efectos económicos.
Recordemos que el presidente Nixon fue obligado a dimitir no por el asunto de los papeles de Watergate, sino por haber mentido. Creo que lo mismo puede decirse del último presidente del Gobierno. Me parece imposible que lo que ha puesto de manifiesto la sentencia del caso Gürtel fuera del todo ignorado por los principales responsables del partido, y no recuerdo que ninguno de ellos haya admitido conocerlo. Para nosotros, esto debería ser causa suficiente para un cambio de gobierno. Y esperemos que ese cambio obre como escarmiento para unos y advertencia para otros, y que todos sepamos que esas son las nuevas reglas del juego.
Una vez estén las cosas encarriladas, esperemos que los que sean castigados, o sencillamente apartados de sus puestos, no quieran vengarse. Y que los que crean haber ganado una batalla procuren ser magnánimos. Algo parecido podría haberles pasado a ellos. ¿Quién, en conciencia, se consideraría autorizado a tirar la primera piedra? Lo que está ocurriendo ahora es una gran oportunidad para convertirnos en una sociedad mejor. Aprovechémosla. Y no sintamos nostalgia por los tiempos de los buñuelos de calabaza, donde todo era inocente y familiar. Aquellos polvos trajeron estos lodos.
Esperemos que el cambio de gobierno obre como escarmiento para unos y advertencia para otros