Rajoy reivindica su legado político y discute la legitimidad de la censura
Niega responsabilidad en la Gürtel y subraya: “No nos han echado los españoles”
Mariano Rajoy escribió ayer su episodio final. Se va porque es “lo mejor para el PP, para mí y para España”. Pero no quiere que otros pongan verbos y adjetivos a su desenlace, no quiere que cronistas de ocasión hilvanen el epigrama de su súbita caída y en función de esa derrota reescriban su trayectoria. Por eso hizo tres cosas en su discurso ante el comité ejecutivo nacional del PP: atribuir a una componenda funesta de gente de dudosa condición su salida del gobierno, reivindicar su figura y su gestión, y disparar contra quienes, desde su misma orilla, discuten ahora y discutieron antes su acción y legado políticos.
El primer mensaje de Rajoy despejó una de las incógnitas que estos días han asaltado a los analistas de la cosa política: ¿Cuestionará el PP la legitimidad del nuevo ejecutivo, como hizo tras perder el gobierno en el 2004? Pues sí. La respuesta de Rajoy es meridiana: “Por primera vez en nuestra historia, gobierna España quien ha perdido las elecciones, y no por una diferencia corta. Ese estigma acompaña a este gobierno desde el primer minuto de su existencia y hasta el final”.
Acusa Rajoy al presidente Pedro Sánchez de haber dilapidado con ello la historia toda y centenaria del PSOE, merced a “un proyecto de futuro muy incierto y con pésimos compañeros de viaje”, extrema izquierda y separatistas.
Asentada esa certeza, en su laudatio por el fenecido gobierno del PP, lo que sigue es consecuente: “No nos han censurado los ciudadanos, y esto es lo más importante que debemos saber todos. Esa es nuestra tranquilidad y nuestra fuerza”. No ve pues el expresidente el clamor regenerador a que apeló el PNV en la moción, y tampoco entra a considerar el peso en votos que los partidos censores acumulan (un 52%, frente al 46% que sumaba su pacto de investidura con Ciudadanos). Así, Rajoy niega la mayor respecto a las causas de ese repentino consenso de la oposición parlamentaria; a saber, la certidumbre de que la corrupción es insoportable en términos políticos. Rajoy es firme: “Todas las manipulaciones y mentiras sobre la sentencia de Gürtel no son más que eso: manipulaciones y mentiras para crear una descalificación global, falaz e hipócrita contra nuestro partido”. Admitió faltas, sí, pero ninguna vinculada con la debida decencia política.
Dedicó un tramo de su discurso a hacer balance de su carrera, de su etapa al frente del partido, “los mejores de mi vida política”, y sobre todo de su etapa en la Moncloa. Aportó muchos números macroeconómicos para acreditar el éxito de sus años en el poder, y se gustó describiendo los gigantes a los que acometió, monstruos inminentes que no llegaron a materializarse por su firmeza: el rescate, la bancarrota y la ruptura de España.
También se atribuyó la disolución de ETA. De hecho, deslegitimó los intentos (exitosos) de José Luis Rodríguez Zapatero por poner fin a la violencia etarra: fueron su tesón y su inmovilismo, dijo, y no las negociaciones socialistas, los que acabaron con ETA.
Más amargor guardó para Ciudadanos. Pintó a los de Albert Rivera como una letal combinación de “ambición desmesurada” y bisoñez política: “Su victoria en Catalunya no sirvió para dar la batalla al independentismo allí, sino para generar toda la inestabilidad posible al PP aquí”, lo que ha llevado a la Moncloa a un ejecutivo “aupado por los independentistas”.
Pero sus saetas más venenosas tenían otro destinatario, un viejo enemigo macerado en el vinagre de los años: Rajoy habló como si la historia política del PP comenzase en el congreso de València del 2008, ignorando la etapa Aznar. Para él troqueló, con el molde de la elipsis, un reproche desabrido y letal: “Ahora voy a decir una cosa muy importante: desde el primer momento estaré a la orden de quien elijáis. Y a la orden es a la orden. Con la lealtad que mi conciencia y mis cuarenta años aquí me exigen”. Un disparo seco.