La Vanguardia

Ni tanto ni tan poco

- Quim Monzó

Durante años desayuné en un bar que hay cerca de casa. Me gustaba mucho. Entre otras cosas sabrosas preparaban bocadillos de sardinas de cubo, tortillas a la francesa muy respetable­s (en una sartén, no a la plancha como es habitual en la mayoría de bares barcelones­es hoy día) y serranitos, un bocadillo de origen andaluz no muy habitual en Catalunya. Está hecho a base de lonchas de lomo, de jamón salado y pimiento verde, del tipo italiano, frito.

Creo que todavía preparan esas cosas pero hace tiempo que no voy. No por ellos, que eran (y son todavía, supongo) amables, sino por dos clientes que me incomodaba­n. Uno de ellos era un señor que iba con sombrero. Lo que me incomodaba no era el sombrero, evidenteme­nte, sino el hecho de que pedía vino en porrón y en vez de beber a chorro, como hacemos habitualme­nte, ponía los labios en el pitorro pequeño y chupaba. Qué asco, hostia, el hombre aquel chupando el pitorro, con sus herpes purulentos. (No sé si tenía o no, pero por la pinta podría haberlos tenido.) El otro hombre que me incomodaba no mamaba el porrón pero cuando llegaba, poco antes

Ya los griegos se duchaban; basta tener un cabezal de ducha o una manguera y rociarse

de las nueve, iba tan perfumado que no había forma de seguir comiendo lo que fuera que comieras. Ya nada tenía el sabor que tenía un minuto antes porque tus narices quedaban impregnada­s de su aroma perfumado.

Ahora, en el bar donde desayuno habitualme­nte hay también un señor que irrumpe con un pestazo de perfume que tira de espaldas. Pero ya sé su horario: llega alrededor de las ocho. La solución, pues, es ir antes, justo cuando abren: a las siete y media. De esta manera, cuando él llega ya he desayunado y estoy en la calle, hacia el trabajo.

¿Qué hay en el cerebro de esos bípedos que necesitan bañarse en colonia? ¿Tanto pánico les produce su olor corporal? No vale decir que lo hacen por los demás, por los que les rodean, porque, si fuera así, calcularía­n que la peste perfumada que desprenden también es una molestia. Claro que, en las antípodas de estos especímene­s, están los que no se duchan ni por mal de morir. Conozco a un fotógrafo al que no te puedes acercar a menos de tres metros. El jueves pasado, en el vuelo HV5666 de Transavia entre Gran Canaria y Amsterdam subió uno de estos. Tras haber despegado del aeropuerto canario, se dieron cuenta de que uno de los pasajeros apestaba tanto que algunos de los otros pasajeros empezaron a vomitar. La tripulació­n cogió al hombre y lo confinó en uno de los lavabos, pero la situación seguía siendo irrespirab­le. De forma que los pilotos procediero­n a un aterrizaje de emergencia en Portugal, en el aeropuerto de Faro. Obligaron al hombre a bajar, supongo que hacia la bañera más cercana. Las agencias de noticias reproducen las palabras de uno de los otros viajeros: “Era como si no se hubiera duchado desde hacía semanas”.

Ni tanto ni tan poco. Entre no ducharse durante semanas y hacerlo con litros de Eau de Rochas hay un punto de equilibrio que conoce cualquiera que no sea cretino.

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