La Vanguardia

Retorno al Museo del Prado

- Joaquín Luna

La última vez que entré en el Museo del Prado corría el siglo XX. Supuse anteayer que habría colas de chinos, mexicanos y matrimonio­s de Texas con entradas reservadas desde hacía meses para acceder a una hora específica, y a mí las colas sólo me gustan en el Turris de Calvet porque hay señoras estupendas y uno se distrae descifrand­o –según sea la compra y el pan– el tipo de vida que llevan.

Y, sin embargo, volví al Museo del Prado en lugar de ir al Reina Sofía o a cualquier sala con algún gancho temporal que siempre adorna una conversaci­ón de alturas en Barcelona.

La cola era aparente pero engañosa porque en diez minutos estaba frente a la taquilla. El cartel de tarifas mareaba y contenía un guiño vintage: los periodista­s acceden gratis. Bien mirado, es una medida muy actual. Todo vuelve y algún día –como en tiempos de un periodista de ecos de sociedad de Barcelona cuyo nombre omitiré– quizás me lleve canapés en un forro especial de la chaqueta.

¿Y dónde está la noticia? Que uno siempre termina por volver al Prado en busca, quizás, del recuerdo de la primera visita, obligatori­a en la educación sentimenta­l de todo niño llamado a cursar estudios y ser un hombre de provecho. Mi primer Prado... de la mano paterna, un sábado por la tarde, con un guía maduro –mayor y triste, eso me pareció– que nos descubrió un truco de Las meninas (lo olvidé pronto). Quedé fascinado con el Saturno devorando a su hijo de Goya. Me pareció una aberración y una interrogac­ión del destino a mi porvenir.

Había algunas escuelas el lunes. Las profesoras sentaban a los niños frente a las obras maestras. En unos años, cuando sea ya un jubilado egoísta, escribiré una carta desabrida al ministro

En una de las salas de Goya, una profesora organiza una votación entre sus alumnos de unos diez años

de Cultura por el hecho y sin descartar la amenaza de emprenderl­a a bastonazos, como hacían los abuelos de boina negra y mal café de la infancia.

En una de las salas de Goya, una profesora organizó una votación –quizás debería llamarle un casting– para que los niños eligiesen su cuadro preferido. Salí por piernas: soy muy sensible a la vergüenza ajena.

La visita transcurrí­a mejor de lo previsto hasta que, de repente, y ante el retrato de Gaspar Melchor de Jovellanos –ese que parece decir: menuda tropa, menuda España–, tuve un presagio digno del más cursi de todos los programas que se emiten por televisión hoy en día. Un presagio sacado del más amanerado documental, de esos que siempre afirmaban: –Los cuadros hablan... Hablan y, lo que es peor, ahora los entiendo. Sin necesidad de un guía de Valladolid ni de un cacharro multilingü­e que se alquila en la entrada. Me pareció incluso entender la mirada de la maja, vestida o desnuda, y por supuesto los borrachos de Velázquez o los mamelucos del 2 de mayo.

¡El Prado! Un día regresas y parece que te estaba esperando.

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