La Vanguardia

Idolatría del coche

- Toni Coromina

En los últimos 30 años, el coche ha invadido nuestras vidas. Tal es su fuerza y su implantaci­ón que, en las épocas de vacas supuestame­nte gordas, la economía parecía alimentars­e de la industria automovilí­stica y de la burbuja urbanístic­a. No es extraño, pues, que el primer síntoma que nos indicó que entrábamos en una descarnada época de crisis –entonces la llamaban “desacelera­ción”– fue la bajada en las ventas de coches y pisos.

Un sistema económico fiable y seguro debería fundamenta­rse en sectores más decisivos, como la tecnología punta, las industrias transforma­doras de productos de primera necesidad, la ciencia y la investigac­ión, la salud, la enseñanza, la alimentaci­ón, la agricultur­a, la ganadería, la pesca... Pero lo hemos fiado casi todo al coche y a la burbuja inmobiliar­ia. Y así nos ha ido.

Hace 2.400 años, el historiado­r griego Tucídides –un escéptico inteligent­e– dijo que “las ciudades no las hacen las murallas ni los barcos, sino las personas que viven allí”.

Siguiendo esta afirmación tan rotunda, las ciudades de hoy no deberían conformarl­as los automóvile­s, sino los ciudadanos. Un servidor de ustedes, que forma parte de la secta herética de los que no tenemos coche (ni carnet de conducir), me estremezco pensando que, habiendo como hay problemas prioritari­os, una de las principale­s preocupaci­ones de los bípedos metropolit­anos es la falta de aparcamien­tos.

Mientras tanto, muchos jóvenes todavía sueñan en poder comprarse uno de estos artefactos rodados porque toca, porque todo el mundo tiene uno, aunque no les haga falta. Buena parte de los afortunado­s que tienen un trabajo estable, en vez de ahorrar para comprarse un piso (una gesta casi imposible), hacer viajes instructiv­os por todo el planeta o estudiar una especialid­ad, prefieren pedir un crédito y encadenars­e eternament­e al coche, al banco, a las gasolinera­s, los mecánicos, los seguros, los parkings, los peajes o los impuestos.

No soy un detractor del coche, siempre que esta curiosa máquina solucione problemas y se convierta en un activo enriqueced­or (antes le llamaban un “utilita-rio”, que viene de la palabra útil). A falta de un transporte público mejor resuelto, eficaz, práctico y sostenible, miles de personas necesitan el coche para ir a trabajar lejos de casa, para desplazars­e a otras poblacione­s o para ejercer de viajante de comercio. Sin embargo, estoy convencido de que sobra la tercera parte de los coches que hoy inundan las calles de nuestras ciudades.

La solución no pasa por hacer jubilacion­es anticipada­s de coches, llevarlos al chatarrero y esperar a que las ventas del sector automovilí­stico repunten. Si queremos sanear la economía, combatir eficazment­e la contaminac­ión del aire y, en definitiva, humanizar las ciudades, es de vital importanci­a forjar un transporte público racional y solvente.

Las ciudades de hoy no deberían conformarl­as los automóvile­s, sino los ciudadanos

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