Idolatría del coche
En los últimos 30 años, el coche ha invadido nuestras vidas. Tal es su fuerza y su implantación que, en las épocas de vacas supuestamente gordas, la economía parecía alimentarse de la industria automovilística y de la burbuja urbanística. No es extraño, pues, que el primer síntoma que nos indicó que entrábamos en una descarnada época de crisis –entonces la llamaban “desaceleración”– fue la bajada en las ventas de coches y pisos.
Un sistema económico fiable y seguro debería fundamentarse en sectores más decisivos, como la tecnología punta, las industrias transformadoras de productos de primera necesidad, la ciencia y la investigación, la salud, la enseñanza, la alimentación, la agricultura, la ganadería, la pesca... Pero lo hemos fiado casi todo al coche y a la burbuja inmobiliaria. Y así nos ha ido.
Hace 2.400 años, el historiador griego Tucídides –un escéptico inteligente– dijo que “las ciudades no las hacen las murallas ni los barcos, sino las personas que viven allí”.
Siguiendo esta afirmación tan rotunda, las ciudades de hoy no deberían conformarlas los automóviles, sino los ciudadanos. Un servidor de ustedes, que forma parte de la secta herética de los que no tenemos coche (ni carnet de conducir), me estremezco pensando que, habiendo como hay problemas prioritarios, una de las principales preocupaciones de los bípedos metropolitanos es la falta de aparcamientos.
Mientras tanto, muchos jóvenes todavía sueñan en poder comprarse uno de estos artefactos rodados porque toca, porque todo el mundo tiene uno, aunque no les haga falta. Buena parte de los afortunados que tienen un trabajo estable, en vez de ahorrar para comprarse un piso (una gesta casi imposible), hacer viajes instructivos por todo el planeta o estudiar una especialidad, prefieren pedir un crédito y encadenarse eternamente al coche, al banco, a las gasolineras, los mecánicos, los seguros, los parkings, los peajes o los impuestos.
No soy un detractor del coche, siempre que esta curiosa máquina solucione problemas y se convierta en un activo enriquecedor (antes le llamaban un “utilita-rio”, que viene de la palabra útil). A falta de un transporte público mejor resuelto, eficaz, práctico y sostenible, miles de personas necesitan el coche para ir a trabajar lejos de casa, para desplazarse a otras poblaciones o para ejercer de viajante de comercio. Sin embargo, estoy convencido de que sobra la tercera parte de los coches que hoy inundan las calles de nuestras ciudades.
La solución no pasa por hacer jubilaciones anticipadas de coches, llevarlos al chatarrero y esperar a que las ventas del sector automovilístico repunten. Si queremos sanear la economía, combatir eficazmente la contaminación del aire y, en definitiva, humanizar las ciudades, es de vital importancia forjar un transporte público racional y solvente.
Las ciudades de hoy no deberían conformarlas los automóviles, sino los ciudadanos