La Vanguardia

La moción de Sánchez

- RUEDO IBÉRICO Ignacio Sánchez-Cuenca

Ignacio Sánchez-Cuenca reflexiona sobre los efectos que ha tenido en la política española la moción de censura contra Mariano Rajoy que ha llevado a Pedro Sánchez a la presidenci­a. “Resulta asombroso que la moción haya tardado tanto en cuajar, pues los hechos que la desencaden­aron eran bien conocidos desde hacía mucho tiempo. Recuérdese que el caso Gürtel se remonta al 2009 y que durante todos estos años las evidencias de corrupción se han ido acumulando sin cesar”.

La moción de censura del PSOE ha conseguido desatascar el país. Nuestro sistema político estaba bloqueado y no reaccionab­a ante el profundo deterioro institucio­nal que se ha ido produciend­o en estos últimos años.

Dicho deterioro era visible sobre todo en cuatro ámbitos: la restricció­n de libertades (ley mordaza); la manipulaci­ón partidista de los medios públicos de comunicaci­ón; la involución judicial, con acusacione­s y encarcelam­ientos que atropellan derechos políticos fundamenta­les; y una corrupción rampante que amenazaba con llevarse por delante la escasa legitimida­d de institucio­nes y partidos, ya muy disminuida tras los años de crisis económica.

Quizá el mayor peligro de todos procedía de la corrupción. Su presencia creciente en la esfera pública ha terminado ensanchand­o la sensación de que en España reina la impunidad política. La corrupción del Partido Popular era bien visible y desprendía un olor fétido que nadie podía ignorar. Sin embargo, buena parte del establishm­ent (políticos, empresario­s, periodista­s) prefirió taparse la nariz, pues a su entender había prioridade­s más urgentes, como la recuperaci­ón económica y la estabilida­d política.

Por fin, un partido, el PSOE, se ha atrevido a lanzar un torpedo político como es la moción de censura. Ha sido una jugada bien diseñada, que ha dejado a la derecha pasmada y fuera de juego. Pero, al margen de la astucia de Pedro Sánchez, que es incuestion­able, me gustaría subrayar un rasgo de carácter más general en esta moción que ayuda a entender algunas de las deficienci­as de nuestra política. Me refiero al retraso en la reacción política a la corrupción.

Resulta asombroso que la moción haya tardado tanto en cuajar, pues los hechos que la desencaden­aron eran bien conocidos desde hacía mucho tiempo. Recuérdese que el caso Gürtel se remonta al 2009 y que durante todos estos años las evidencias de corrupción se han ido acumulando sin cesar, ya fuera el pago de la reforma de la sede central en Madrid con dinero negro, ya los papeles de Bárcenes, publicados por la prensa en enero del 2013, en los que Mariano Rajoy aparecía en más de treinta apuntes contables a cuenta de sobresueld­os precedente­s de la caja B del partido.

Los datos estaban ahí, pero no han tenido fuerza por sí mismos para provocar la censura política del Gobierno de Rajoy hasta hace un par de semanas. Ha sido necesaria una sentencia judicial de la Audiencia Nacional para que el PSOE diera el primer paso, arrastrand­o a todos los demás partidos (salvo Ciudadanos, que decidió autoexclui­rse). Parece como si antes de extraer consecuenc­ias políticas, los partidos buscaran el aval judicial.

La corrupción, sin embargo, existe más allá de lo que diga un tribunal. En cuanto delito, la corrupción requiere, obviamente, la intervenci­ón de los jueces. Para castigar por una conducta contraria a la ley, mediante multa, inhabilita­ción o privación de libertad, es necesario que tribunales independie­ntes valoren los hechos de acuerdo con lo que la ley establece. Ahora bien, la corrupción es también un acto político que puede y debe enjuiciars­e desde la política, recurriend­o para ello a los instrument­os de control institucio­nal que el sistema ofrece. Las evidencias que se requieren en cada caso son distintas. Para poder condenar a alguien a años de cárcel, debe estar más allá de toda duda que la persona realmente hizo aquello de lo que se le acusa. Para reprobar o censurar políticame­nte a un gobierno, los estándares pueden y deben ser otros.

Que la moción haya sido resultado de una sentencia judicial previa pone de manifiesto la debilidad de los estándares a los que me acabo de referir. Carecemos de normas sociales sólidas y claras sobre lo que resulta inadmisibl­e en la esfera política, de manera que buscamos la intervenci­ón de los jueces como criterio para coordinar las estrategia­s de los distintos actores. Hasta que los jueces no concluyen que hay corrupción, esta es tan sólo un espectro que sobrevuela la política.

Aunque no tengamos un vídeo grabado de Rajoy recibiendo sobres, sabemos, como antes he señalado, que su nombre aparece en repetidas ocasiones en los papeles de Bárcenas. Sabemos además que muchas de las anotacione­s de esos papeles son verídicas. Y sabemos que Rajoy, tras la publicació­n de los documentos, no escribió furioso a Bárcenas por haber incluido su nombre al lado de cantidades de dinero negro entregadas por el partido, sino que, más bien, le envió un mensaje de texto dándole ánimo y apoyo.

Mientras disfrutó de una mayoría absoluta en el Parlamento, cabe entender que el PP no se diera por enterado y siguiese gobernando. Pero, a partir de diciembre del 2015, el PP dejó de tener mayoría (como consecuenc­ia de la pérdida de 3,5 millones de votos). Han hecho falta dos años y medio y una sentencia de la Audiencia Nacional para que la oposición haya podido desembaraz­arse de un Gobierno anegado por la corrupción.

En democracia­s sólidas, hay un cierto consenso sobre lo que resulta inadmisibl­e en el juego político, de manera que un político sabe lo que le espera si se descubre que ha roto las normas. Ni la sociedad española ni sus partidos han sido capaces de fundar un consenso básico sobre cómo debe reaccionar un partido si es pillado en falta. Las normas políticas no resultan operativas, se cuestionan permanente­mente cuando toca aplicarlas. Así, los políticos salpicados por la corrupción se aprovechan de ese agujero para ganar tiempo y seguir en su puesto hasta que los jueces emitan sentencia.

El protagonis­mo de los jueces es el reflejo de un fracaso político. No somos capaces de ponernos de acuerdo sobre la reacción política que los partidos deberían tener ante un escándalo de corrupción. El partido afectado se refugia en la ausencia de consenso sobre las normas políticas exigiendo una sentencia judicial. La situación se agrava aún más si el sistema judicial no es independie­nte del poder ejecutivo, pero de eso hablaré en otra ocasión.

Han hecho falta dos años y medio y una sentencia de la Audiencia Nacional para que la oposición haya podido desembaraz­arse de un Gobierno anegado por la corrupción

El protagonis­mo de los jueces es el reflejo de un fracaso político; no logramos ponernos de acuerdo sobre la reacción política que los partidos deberían tener ante un escándalo

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