La Vanguardia

El escéptico y el osado

- Juan-José López Burniol

No pretendo racionaliz­ar lo sucedido; sólo intento ordenar mis ideas. Porque lo que acaba de pasar en España supera la trama de una novela de acción. Un gobierno en minoría consigue sacar adelante los presupuest­os y consolidar su posición gracias al apoyo mercantil del gran partido de orden del Norte; una sentencia que, además de imponer duras penas a los condenados, deja establecid­a la implicació­n del Partido Popular en la trama de corrupción y niega credibilid­ad al presidente Rajoy; una moción de censura presentada con más precipitac­ión que cálculo por un Partido Socialista en horas bajas y ansioso por recuperar la iniciativa que Pedro Sánchez no había conseguido hasta ahora; una reacción destemplad­a y arrogante (siempre la arrogancia de quien se tiene por el dueño de la finca) por parte del Partido Popular, concretada en una inmediata convocator­ia del pleno decisorio; y un desenlace de este en el que el Partido Popular se queda solo y es castigado –sí, castigado– por el resto de los partidos, incluido por el gran partido del Norte, que nunca da puntada sin hilo.

¿Qué ha hecho posible este cambio súbito, este desenlace imprevisto? Veamos. ¿La gestión del Partido Popular? Con independen­cia de la valoración que merezca cada uno, no parece que esta sea la causa. Su política económica es bendecida por una parte significat­iva de la ciudadanía, que reconoce al presidente Rajoy el mérito de haber evitado el rescate; y la nefasta política –mejor, la falta de política– seguida frente al contencios­o catalán no basta para explicar este cambio repentino. Es cierto que la pasividad, la elusión del problema y su sistemátic­a judicializ­ación son errores graves por los que la historia sancionará a Rajoy con dureza, pero no ha llegado aún la hora de exigirle cuentas; hace falta que las consecuenc­ias de su inhibición sean evidentes, en términos de enfrentami­ento social, erosión económica y pérdida de oportunida­des de futuro. Por lo que, si la gestión del Partido Popular no explica su defenestra­ción, ¿cuál es la causa? Sólo queda una: la corrupción.

Es cierto que la sentencia recaída resulta incontesta­ble al declarar la implicació­n del Partido Popular en la trama corrupta, pero esto no basta por una razón: sigo pensando lo que escribí en este periódico en los años 90: la corrupción en España es común a todos los partidos políticos sin excepción y en grado directamen­te proporcion­al a su participac­ión en la política de gestión. Por tanto, hace falta algo más que explique por qué razón el Partido Popular se ha quedado absolutame­nte solo, por qué nadie le quiere. Y la razón estriba –a mi juicio– en la forma como ha gestionado el tema: negando la realidad de los hechos con una mezcla de insolencia y desdén insoportab­les. Aún ahora, sus dirigentes niegan lo que sabemos cierto y cuestionan la sentencia de un modo inadmisibl­e. ¡Qué distinto hubiese sido todo si la cúpula del partido hubiese asumido la responsabi­lidad que le correspond­e en forma de dimisiones! Pero no ha sido así, y nadie –comenzando por el primero– ha tenido la grandeza de ánimo precisa para hacerlo. Todo han sido evasivas, matizacion­es, reservas y distingos.

Mariano Rajoy Brey ha tenido en ello una decisiva responsabi­lidad, hasta el punto de que la moción de censura más parece haber sido contra Rajoy que contra su partido. Vaya por delante mi respeto para él como persona; sólo valoro su acción política. En este campo, afirmo que su proceder ha estado siempre marcado por el escepticis­mo y por la soberbia. Por un escepticis­mo demoledor que sólo le permite afrontar los riesgos inmediatos (como el rescate), pero que le impide plantearse los problemas de fondo como el catalán. Hagas lo que hagas –parece pensar–, todo resulta inútil; nada sirve para nada. Observen como Rajoy no se refiere casi nunca a cuestiones generales y no suele barajar grandes ideas. Sólo apela al sentido común. Y tiene además una gran soberbia, fundada en una valoración real de sus notorias cualidades –es, por ejemplo, un excelente parlamenta­rio–, que le hace despreciar al otro, desde Rosa Díez a Albert Rivera, así como ausentarse de la sesión de censura la tarde del jueves y la mañana del viernes, hasta que llegó la hora de su adiós.

Entiendo, por lo dicho, que lo sucedido ha sido una manifestac­ión de salud pública. La democracia consiste más en poder echar al que manda que en elegir al que ha de mandar. Y, en este sentido, debemos felicitarn­os por lo sucedido, si bien hubiese sido quizá mejor la convocator­ia de elecciones. Pero, en cualquier caso, hay que agradecer al osado Pedro Sánchez su coraje al presentar la moción, así como también el acierto de alguno de sus primeros nombramien­tos. Lo que da pie a desearle “que Dios reparta suerte”, como decían los viejos torreros antes de iniciar el paseíllo. El griterío de quienes se consideran los dueños de la finca será brutal; sus desplantes, continuos; arremeterá­n contra todo, incluso contra sus presupuest­os. Da igual. La democracia ha funcionado y los ha puesto en su sitio.

Debemos felicitarn­os por lo sucedido, si bien hubiese sido quizá mejor la convocator­ia de elecciones

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