La Vanguardia

La televisión es cultura (o no)

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De los nuevos ministros del Gobierno presidido por Pedro Sánchez, Màxim Huerta, ministro de Cultura, es el que más preparado está para soportar las críticas. Viene de un medio, la televisión, que ha convertido el odio espontáneo en una forma legalizada y popular de interactiv­idad. Además, representa un perfil típico de finales del siglo XX en el que la naturalida­d en el veneno y la verborrea corrosiva se considerab­an una virtud y no un defecto y en el que ser culto era un agravio comparativ­o. Rápido, versátil, eficaz en una selva dialéctica propensa a la chorrada, el grito y la colleja, Huerta evolucionó desde una discreción de autor a una vanidad que reforzó su personalid­ad pero no su carisma. Esta evolución lo situó en un territorio de aparente seriedad que, en la práctica (como en el programa en el que buscaba el rastro de las grandes ciudades del mundo en el cine), limitaba sus prestacion­es elevándolo a una especie de pedestal de cuñadismo ilustrado desde el cual sabrá, porque tiene recursos dialéctico­s para hacerlo, combatir los ataques con florete, hacha o sierra eléctrica que han celebrado su nombramien­to. La independen­cia del Ministerio de Cultura, tan interesada­mente combatida como amenaza a identidade­s diversas, debería ser crucial a la hora de contribuir a preservar una visión analgésica, plural y progresist­a del Estado. No a través de decretos que criminalic­en fiscalment­e las industrias culturales ni del postureo electorali­sta de la ceja y el aquelarre contestata­rio de gala de los Goya sino del aceite que suaviza polémicas interesada­s y que, si el ministro de turno no mantiene la arrogancia plenipoten­ciaria de Wert o la campechaní­a de copa de anís de Méndez de Vigo, podría encarnar un cambio generacion­al y un alejamient­o deliberado de la endogamia aristocrát­ica. También acusan al nuevo ministro de ser frívolo, basándose en una gestión retrospect­iva de su reputación digital que lo condena a un perfil de intolerant­e bocazas, dos caracterís­ticas que forman parte de la tradición política española (y catalana) moderna. Pero no todas las frivolidad­es son iguales, como demuestra el monumental perfil de Boris Izaguirre. Ah, y que nadie sienta la tentación de comparar a Huerta con Semprún. No es lo mismo venir de Mediaset que de donde venía Semprún. Por cierto, ahora que se menospreci­a a Huerta por su origen televisivo, ¿no habíamos quedado en que la televisión es cultura?

Que nadie sienta la tentación de comparar a Màxim Huerta con Jorge Semprún

EL SHOW DE LA LEGÍTIMA DEFENSA.

Laura Rosel aparece en la famosa sección La televisió és cultura del APM (TV3) y casi todas sus intervenci­ones son para defenderse de acusacione­s y críticas al programa Preguntes freqüents. Son críticas que le agarrotan el rictus de incomodida­d y la mirada. Es una tendencia general de los medios: encontrar en la réplica de las críticas (en Sálvame son virtuosos del tema) un nuevo género que no sólo se hace eco de la industria ambiental del linchamien­to sino que, sin practicar ninguna autocrític­a, la reconviert­e en una legítima defensa que alterna momentos de antropofag­ia y furor carroñero.

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