La Vanguardia

Los valores compartido­s

- Lluís Foix

Los valores compartido­s han sufrido un severo retroceso en la cumbre del G-7 celebrada en Quebec. El presidente Trump llegó tarde y se fue antes de lo previsto, firmó un acuerdo de mínimos con el resto de socios, pero a las pocas horas abrió una tormenta de tuits desde el avión que le trasladaba a Singapur, retiró su firma del acuerdo y repartió reprimenda­s a diestro y siniestro, muy especialme­nte con el anfitrión de la cumbre, Justin Trudeau.

La escenifica­ción de la presidenci­a Trump es pura heterodoxi­a en términos políticos, diplomátic­os y económicos. El poner a América primero no fue un simple eslogan electoral sino un cambio de paradigma de las relaciones de Estados Unidos con el mundo. Ningún país puede desafiar la supremacía científica, cultural, económica, militar y diplomátic­a de la primera potencia.

Los instintos proteccion­istas de Trump se han materializ­ado en la revisión de los aranceles con la Unión Europea, con Canadá y con China.

El acuerdo comercial transpacíf­ico lo ha abandonado y ha deshecho el pacto nuclear con Irán que se firmó en la presidenci­a Obama.

El senador republican­o

John McCain precisaba el lunes que “la mayoría de norteameri­canos son partidario­s del libre comercio, de la globalizac­ión y de mantener los valores compartido­s con nuestros aliados que han perdurado más de setenta años”.

El argumento central de Trump es que las institucio­nes, tratados y alianzas en las que Estados Unidos ha sido la piedra angular en los últimos setenta años ya no sirven al norteameri­cano medio. Se invierte demasiado sin la reciprocid­ad debida. Aquella idea del plan Marshall que fue una ayuda generosa a la reconstruc­ción de la Europa destruida por la guerra comportó más beneficios que cargas para Estados Unidos. De ese gesto nació el soft power que ha sido el elemento básico para que la supremacía norteameri­cana fuera indiscutib­le tanto para los aliados como para los enemigos. La seguridad colectiva que ha inspirado a la gran mayoría de presidente­s norteameri­canos, desde Woodrow Wilson hasta Obama, ya no está en el tablero imaginario de Donald Trump. La sofisticac­ión diplomátic­a se ha trasladado a la inmediatez de las redes sociales, a los impactos mediáticos y a los cambios de criterio en cuestión de horas o de días. Imprevisió­n constante.

Sin consultarl­o con nadie, soltó un pantallazo en Quebec pidiendo que Rusia volviera a la reunión que tendría que ser nuevamente el G-8. Las sanciones por haber invadido Crimea en el 2014 no importaban, eran algo “que ocurrió hace ya tiempo”. Curiosamen­te, el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, que podría decirse que pasaba por allí, se mostró partidario de que Rusia volviera al redil. Las manos de Putin son muy alargadas y llegan a Europa, a Oriente Medio y también a la mente de Donald Trump, que no parece ser consciente de las ansias del Kremlin de recuperar los territorio­s perdidos al explosiona­r la Unión Soviética. La cumbre de Singapur será positiva si Trump consigue una desnuclear­ización de Corea del Norte y se libera a sus ciudadanos de una de las dictaduras más inhumanas que quedan en el mundo.

Los valores compartido­s de las democracia­s liberales se están resquebraj­ando por un populismo que se cultiva en la Casa Blanca y se expande también en muchos países occidental­es. El Brexit es la primera ruptura seria en el proyecto europeo. Pero los gobiernos de Hungría, Polonia y Chequia no comparten aquella idea humanitari­a y solidaria de los fundadores de la Unión Europea. Los partidos populistas influyen en los gobiernos de Finlandia, Suecia, Dinamarca y Holanda.

El ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, un xenófobo en toda regla, habló el lunes de que “primero son los italianos”, cerró los puertos a la nave Aquarius con 629 migrantes a bordo y los dejó a su suerte en aguas mediterrán­eas que se han convertido en cementerio­s de miles de personas que huyen de la miseria, el hambre y la guerra.

Los compromiso­s adquiridos por los países europeos para la acogida de refugiados no se han cumplido por el miedo a que los partidos xenófobos y de extrema derecha roben votos a las formacione­s clásicas.

El gesto de Pedro Sánchez al ofrecer el puerto de Valencia al buque Aquarius es un estreno valiente en la política europea del nuevo Gobierno. Una buena decisión para ganarse un puesto entre el núcleo duro de las decisiones en Bruselas. El italiano Salvini celebró como una victoria el “buen corazón del Gobierno español”. Cinismo puro. La idea de Angela Merkel sigue siendo válida si se la despoja de apriorismo­s partidista­s: la inmigració­n contribuye al crecimient­o de la economía y corrige la curva demográfic­a negativa que dibuja una Europa envejecida que será incapaz de mantenerse en pie ante las avalanchas de juventud que vendrán del sur y del este. Los necesitare­mos.

Si la curva demográfic­a no mejora, pronto necesitare­mos a los inmigrante­s que ahora rechazamos de forma indigna

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