La Vanguardia

Los símbolos y la realidad política

- Lluís Foix

Todos los pueblos se enamoran de sus símbolos, que los transforma­n en emociones a través de desfiles militares, celebracio­nes patriótica­s, fiestas sociales o victorias deportivas. Rusia vive estos días un gran festival del nacionalis­mo deportivo que mueve los sentimient­os de cientos de millones de personas de países y continente­s distintos, desde Senegal hasta Japón.

Los ingleses no pierden su entusiasmo hacia la monarquía aunque sea una institució­n que no tiene poder político alguno. La reina Isabel II, a sus 92 años, luce con elegancia su vejez, viste telas de colores fuertes, siempre con los guantes puestos o en la mano, asiste a bodas de nietos y reune a biznietos, sin que su legitimida­d sea discutida. Una simbología imborrable es la fiesta aristocrát­ica de Ascot, donde el glamur se disputa en las testas de las señoras que se cubren con sombreros exóticos pero de una elegancia indescript­ible. A los caballeros les basta alguna variedad de los sombreros de copa con los que se cubrían sus abuelos victoriano­s.

Los ingleses son amantes de sus símbolos como lo son los franceses, canadiense­s, rusos, norteameri­canos y alemanes. Todo pueblo y toda cultura tiene sus imprescind­ibles y respetable­s señales de identidad. La simbología española existe y es tan potente como variada.

El problema se plantea cuando los símbolos lo son todo. Volviendo a los ingleses, supieron hacer revolucion­es que no atacaran el principio de legitimida­d y no se fiaron de los fundamento­s abstractos de la política. Es sintomátic­o que ni el fascismo ni el estalinism­o pudieran suscitar emoción más que en unos pocos en los años treinta del siglo pasado. Tienen la ventaja de que no se fían de los intelectua­les a los

Se han dibujado enemigos internos y externos actuando fuera de la ley sabiendo lo que comportaba

que escuchan atentament­e, pero van a lo práctico, a los intereses, a la realidad de la vida ordinaria.

Justo lo contrario de lo que vivimos en Catalunya desde hace ya seis años, donde la simbología y las gesticulac­iones han sustituido a la política. La retórica independen­tista ha dibujado enemigos externos e internos. Ha actuado al margen de la ley sabiendo lo que ello comportaba y luego ha tejido una muy inteligent­e red de simbología permanente que mantiene el entusiasmo de muchos.

El procés no ha desapareci­do, pero ha fracasado a juzgar por los resultados. Y nadie lo quiere admitir. Se ha producido un cambio en el panorama político y en vez de aprovechar los nuevos vientos que soplan para intentar poner lañas en la cristalerí­a rota, se sigue con el mismo discurso. Mariano Rajoy ya no está. Pedro Sánchez no entusiasma. Ahora, el foco es el Rey, al que no se quiere saludar en Tarragona a pesar de la inauguraci­ón de los Juegos del Mediterrán­eo. Seguimos en la política de los gestos simbólicos que no conducen a ningún puerto. Como decía el clásico, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.

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