La inmortal estampa de Nueva York
Una exposición sobre Bill Cunningham explora su paso de sombrerero a leyenda del fotoperiodismo
A Bill Cunnigham, fallecido el 25 de junio del 2016, se le podía encontrar en cualquier esquina, en cualquier acera de la Gran Manzana sacando fotografías.
“Sus ojos siempre estaban abiertos”, sostiene Debra Bach, comisaria de la exposición que la New York Historical Society dedica a este icono de la Gran Manzana, que fue sombrerero antes que fotoperiodista.
Sí, sombrerero. Hizo de coronar cabezas un arte. No se olvide.
Dejó su estampa particular, siempre a lomos de su bicicleta y la estampa social de sus conciudadanos, en especial a los neoyorquinos. Si se daba la coincidencia, nadie estaba a salvo de su curioso objetivo. Le fascinaba salir a retratar las jornadas de meteorología extrema, como las tempestades de nieve. Sentía pasión, recalca la comisaria, por contemplar cómo los ciudadanos, unidos en el esfuerzo, capeaban la situación.
“Adoraba a la gente y adoraba a los neoyorquinos”, remarca Bach en un paseo por la exhibición. “Retrataba a gente real, la vida real. Estaba muy interesado en ver cómo vivía la gente y Nueva York fue la manera de ver cómo vivían los americanos, porque esta ciudad es un microcosmos de muchos aspectos de la vida americana”, aclara. Y aún añade: “A través de su cámara nos vemos a nosotros mismos”.
La muestra explora su trayectoria vital, la que le convirtió en una de las figuras más queridas entre los rascacielos, a partir de sus objetos personales –su última bicicleta, la que le regalaron en el 2014 por su 85 cumpleaños, y su clásica camisa azul–, de sus sombreros, de sus artículos en la prensa, sus imágenes, su bocetos, sus dibujos o cartas. Le entusiasmaba cartearse con sus amigos y jamás cesó en su iniciativa.
Nacido en Boston (13 de marzo de 1929), el joven Bill llegó a Nueva York en 1948. Tras trabajar en un par de establecimientos (Bonwit Teller y Chez Ninon), Cunningham se estableció con su propia sombrerería, William J., su primer nombre y la abreviatura del segundo (Jay).
Forjó un lema, una seña de identidad de su trabajo. “El más salvaje, el más loco, el más fabuloso”. Sus sombreros pronto lograron fama entre la alta sociedad y la gente bien por su originalidad. “Eran piezas inusuales, escandalosas y muy chic”, afirma Bach. Nada más acceder a la sala, la bienvenida la ofrece uno de estos sombreros. Es el que aparece en la parte inferior de esta página y es uno de los elementos preferidos de la comisaria.
“Debería ver su interior”, confiesa, por el detallismo de sus acabados y el extremo cuidado para que parezca perfecto.
“Fue una progresión natural”, señala Bach. En 1961 cerró la firma William J. Cunningham observó el declive del negocio. Habían surgido las pelucas y los sombreros desaparecían. Así que empezó a desarrollar su labor como columnista de moda en diferentes revistas y diarios.
Haciendo el seguimiento de estos eventos, en ocasiones pedía a los fotógrafos que le sacarán imágenes. Un colega, David Montgomery, le aconsejó en 1966, en una presentación en Londres, que él mismo tomara sus imágenes. A los seis meses, recuerda la comisaria, Montgomery le regaló una Olympus, la que sería su primera cámara. Le dijo que utilizara las fotos como notas, que se olvidara de las libretas y los bolis. Para que luego digan que los de Silicon Valley inventaron la sopa de ajo.
“Era una esponja, le interesaban muchos aspectos de la vida popular americana”, reitera Bach. Incluida la política. Debe estar removiéndose en la tumba con las cosas del trumpismo.