La agenda antigua
Una ojeada a la agenda, al antiguo directorio, es una mirada al abismo particular. Íntimo. Más ausencias que presencias. Por descontado, más pasado que futuro. Y casi que presente. Lo que pudo haber sido, lo que fue y lo que nunca será. Un braille emocional de nombres, números, calles y poblaciones. Y de distritos. Éramos, antes de la posmodernidad, unos clásicos aburridos: primero el apellido, una coma y el nombre de pila; más abajo la dirección, y destacando la máxima autoridad: el número de teléfono. Una agenda es nuestro pasado y el de otros. Sentimientos bellos o detestables. Emociones enfriadas. El trato, el uso y después… el olvido. Las amistades, las relaciones, el frío contacto profesional. Aquel teléfono anotado con ilusión que nunca se marcó. Un número que significó mucho y ahora ya no recordamos la cara de quien nos lo dio. Amistades viajeras que amontonan direcciones exóticas. Muertos que, en vida, sólo tuvieron un número. Cifras en espera eterna.
Hay quien conserva las agendas telefónicas como un relicario. Lo son. Páginas viejas curvadas por la utilización, deformadas por la insistencia del dedo húmedo buscando la inicial. Por el desgaste se adivinan los nombres más consultados. La tinta corrida por una lágrima o una inesperada expectoración. El olor inconfundible a papel viejo o no tanto, a humedad y hongos. A tiempo. A información sensible. Particular e intransferible. Casi que se podría dialogar con una agenda de hace años. O sin el casi: alguna guía, desempolvada a la memoria, sabe más de nuestras vidas que muchos y muchas que nos rodean. En todo caso, un soliloquio con un objeto inanimado –¿inanimado?–. Como los tanguistas que les cantan a las calles y a los barrios.
Al grano: lo terrible de las agendas son las ausencias y, depende de cuánto tiempo hablemos, son muchas e hirientes; demasiadas para sobreponerse a un ataque de soledad. O de nostalgia. O de cavilar en la otra orilla que cada vez está más cerca. ¿Y qué hacer? En nuestra amada época digital borrar, superponer o sustituir es fácil y rápido. Sin rostros ni recuerdos, sin vacíos existenciales. Sin caligrafías. Sin supersticiones. Pero para los formados y conformados en la antigua usanza, o sea la mayoría, borrar un nombre del directorio no es nada fácil, es como certificar un espacio en blanco en nuestra biografía. Es algo triste.