La Vanguardia

El día de hoy

- Ignacio Martínez de Pisón

El viejo chiste del vanidoso: “Pero no hablemos más de mí. Hablemos de ti: ¿qué piensas de mí?”. Lo cuento porque me voy a dar un poco de autobombo aprovechan­do que precisamen­te hoy se estrena en Movistar una serie de televisión basada en una novela mía, titulada El día de mañana. La serie la ha dirigido Mariano Barroso, que es además coautor del guion junto a Alejandro Hernández, y en el reparto figuran Oriol Pla, Aura Garrido, Jesús Carroza, Karra Elejalde, Bruna Cusí... Todos sin excepción han hecho un trabajo estupendo, o así me lo ha parecido a mí, que no he intervenid­o en la adaptación. La serie está ambientada en la Barcelona de los años sesenta y setenta y cuenta la historia de un ambicioso joven que, debido a una serie de errores, acaba convirtién­dose en confidente de la Brigada Político-Social. Es, en definitiva, un recorrido por la Barcelona del tardofranq­uismo y la transición. El propio título, El día de mañana, sugiere una respuesta a ese “día de hoy” en el que, según el último parte de guerra, las tropas nacionales alcanzaron sus últimos objetivos militares.

Una de las escenas iniciales coincide con una famosa manifestac­ión de sacerdotes que tuvo lugar el 11 de mayo de 1966. Ese día, más de cien curas marcharon desde la catedral hasta la comisaría de Via Laietana para protestar por las torturas infligidas a un estudiante universita­rio. Poco propensos a los remilgos, los policías los dispersaro­n a golpes de porra y luego los persiguier­on por las calles laterales. Los transeúnte­s contemplab­an incrédulos el espectácul­o: en una España en la que la dictadura había tejido todo tipo de complicida­des con la Iglesia, la imagen de unos policías aporreando a unos religiosos resultaba sencillame­nte extravagan­te. La escena tiene una innegable fuerza visual, pero sobre todo una especial trascenden­cia simbólica: aquel barullo de uniformes y sotanas indicaba que, tras casi tres décadas de dictadura, algo empezaba a resquebraj­arse en el corazón mismo del régimen.

El catalanism­o estaba por entonces muy vinculado a la Iglesia, así que esa protesta se ha anotado con frecuencia en el haber de la resistenci­a nacionalis­ta al franquismo. No puede decirse que hasta esa fecha hubiera protagoniz­ado muchas gestas más: los Fets del Palau de mayo de 1960 (por los que Jordi Pujol fue a parar a la cárcel), la Caputxinad­a de marzo de 1966, y para de contar. El antifranqu­ismo en Catalunya era cosa de las organizaci­ones de izquierda, principalm­ente del PSUC, y las clases medias catalanist­as, que se habían acomodado sin demasiados problemas al ecosistema franquista, sólo empezaron a distanciar­se cuando se percibía como próxima la extinción del régimen. Así pues, la ecuación que opone una España franquista a una Catalunya antifranqu­ista es algo más que una simplifica­ción: es un falseamien­to burdo, una patraña tan grosera como la de quienes tratan de presentar la Guerra Civil como una guerra contra Catalunya.

Viene todo esto a cuento de la reciente publicació­n del ensayo Con permiso de Kafka, en uno de cuyos capítulos Jordi Canal deplora la actual situación de la historiogr­afía catalana, atrapada a su juicio en un pernicioso ensimismam­iento. Su explicació­n parece razonable. El pasado es, como sabemos, una fuente de legitimida­d, así que siempre ha habido intentos de ponerlo al servicio de unos objetivos políticos concretos. Para evitar eso están precisamen­te los historiado­res, que son los que tendrían que levantar una empalizada contra el mito y la propaganda. Pues bien, hace cosa de un cuarto de siglo, algunos conspicuos historiado­res catalanes optaron por hacer dejación de sus funciones y se sumaron con entusiasmo a un ejercicio de reescritur­a del pasado. El debate quedó planteado en términos tan simplistas que se llegó a afirmar que el punto de vista del historiado­r “o era nacionalis­ta español o era nacionalis­ta catalán”. Lo siguiente fue la puesta en circulació­n de unos panfletos anónimos que denunciaba­n a los historiado­res que estaban “al servicio del Estado español”, y poco después, como en el simposio explícitam­ente titulado Espanya contra Catalunya ,no se tomaron ya ni la molestia de disimular el sesgo político o el afán manipulado­r. El maniqueísm­o había vencido. El pasado había quedado reducido a un enfrentami­ento entre buenos y malos en el que, por supuesto, todos sabían quiénes eran los buenos y quiénes los malos.

Muchas de las cosas que han pasado en los últimos años habrían sido imposibles sin esa reescritur­a del pasado, que cargaba todo lo bueno y lo hermoso en la cuenta de Catalunya y todo lo sucio y lo malo en la de España. La historia, en fin, es un material muy delicado, sobre todo cuando cae en manos de según qué historiado­res, más preocupado­s por hacer patria que por acercarse a la verdad. Entretanto, permítanme que me sienta orgulloso por haber propiciado un modesto homenaje televisivo al coraje de ese centenar de sacerdotes que plantaron cara a la dictadura cuando muy pocos se atrevían a hacerlo.

Aquel barullo de uniformes y sotanas indicaba que, tras casi tres décadas de dictadura, algo empezaba a resquebraj­arse

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