La rana craneal (II)
Los tiempos que corren me llevan a experimentar con la meditación. Una práctica cada vez más extendida. Será la respuesta a algo demasiado loco que sucede en nuestras cabezas y vidas. Una reacción ciudadana silenciosa al caos oficial. No voy a ocuparme del lado espiritual, que sólo conozco de oídas. Mi objetivo se limita a parar los pensamientos que dan saltos de rana. Si el pensamiento es una rana la mente es su charca. Hay que hacer algo. No va a ser fácil. Porque el arte de meditar también lo conozco sólo de oídas. Me introduzco con unos veinte desconocidos; los veteranos se sientan con la postura del loto, a los nuevos nos recomiendan las sillas, para que no nos crujan las piernas. Vamos a permanecer muy quietos 20 minutos, sin estar ni dormidos ni muertos, algo completamente desconocido. El maestro dice que llevemos la atención a nuestra respiración o a los latidos del corazón. Prefiero probar con esto último porque cada vez que he intentado relajarme con respiraciones profundas he acabado bastante mal. Entre hiperventilada y expirada. Mi respiración es una de esas cosas que prefiero que vayan a su aire, porque si me pongo a manosearla inspiro mucho o expiro demasiado poco, no sé, me siento una especie de oboe mal soplado y creo que estoy a punto de ahogarme. Los latidos de mi corazón son más seguros, cuesta confundirlos. Mi corazón es un animalito de sangre caliente que va a su ritmo.
Cierro los ojos. No tengo que pensar en nada, pero poner la atención en mis latidos me hace pensar que estoy pensando en poner la atención en mis latidos. Vaya. He entrado en bucle nada más empezar.
No tengo que pensar en nada, pero poner la atención en mis latidos me hace pensar que estoy pensando
Pero no hay que desanimarse ni nada parecido. Ni siquiera hay que oponer exactamente resistencia. El maestro ha dicho que es inevitable que aparezcan pensamientos que se apoderan de nuestra atención. No se trata de que no vengan –si no piensas estás muerto, dice–, sino de apartarlos con amabilidad. Y volver a conectarnos con el presente físico de nuestro cuerpo, ese viejo desconocido. Lo hago. Una y otra vez. Cada regreso a los latidos es un pequeño descanso. Oigo el corazón del árbol. Es tranquilizador. Pienso que, poco a poco, la rana que salta en mi cráneo de acá para allá podría transformarse en un pájaro. Los pensamientos que me distraen del centro de mi cuerpo son pájaros que me atraviesan volando con suavidad. Los veo pasar. Y vuelvo al corazón del árbol, que me enraíza. Ahora me va a aparecer un mono en el pelo, entre tanta flora y fauna, pienso. Esto se me está yendo de las manos. Pero me gusta el experimento. Si mis pensamientos son pájaros que vuelan libremente, puedo observarlos con cierta distancia –y, quizás, así empezar a enterarme de algo–. Saludarlos con la mano. Entrenando, podría incluso acariciar al vuelo las plumas de mis peores paranoias.