La Vanguardia

Messi y la cicuta

- Xavier Aldekoa

Mi madre dice que el consejo vale para cualquier trabajo: fíate de quien salude al conserje y a la señora de la limpieza. Ayer, antes del partido, Leo Messi salió del vestuario con las cejas de importanci­a, arqueadas, a medio camino entre el enfado, la responsabi­lidad y la concentrac­ión, con la mirada seria. Las cámaras le siguieron hasta donde, aún dentro del túnel de vestuarios, formaban los equipos y entonces el gesto le cambió. Un niño le tendió la mano y el astro argentino volvió en sí: sonrió y empezó a saludar a los chavales que acompañan de la mano a los jugadores hasta el césped. En cuanto se soltó del niño y pisó la hierba, volvió la seriedad: cerró los ojos, susurró oraciones o vete a saber qué y empezó el drama. A estas alturas, puede que el mineral más pesado de la tierra sea la camiseta de Argentina en el Mundial, pero de Messi siempre te puedes fiar. Otra cosa es que los milagros existan.

Probableme­nte un equipo que brinda la batuta a Mascherano y encarga el gol a Higuaín no merezca el paraíso, pero a mí la ansiedad de Argentina me representa. Me recuerda a mí con dieciocho años subiendo a hacer el examen de conducir sin dinero para renovar los papeles si suspendía. Yo había patinado en la teórica y si suspendía la práctica tenía que pagar un becerro de oro para volver a presentarm­e así que, si no atinaba, iba a pasar el verano trabajando y haciendo autostop. Me catearon a los tres minutos exactos de arrancar el motor, claro, porque de los nervios el coche me llevaba a mí y no al revés y porque el examinador frenó en un ceda al paso para que

Con Argentina, el crack no juega para ser el mejor el mundo; juega para no dejar de serlo. Y eso no tiene perdón

no nos arrollará un camión. Pero la verdadera suerte fue que mi profesor no fuese Sampaoli. Ver ayer al técnico argentino desbocado en la banda desde el pitido inicial, frotándose la cabeza con ansia, descamisad­o e histérico hasta casi el llanto tras el gol de Modric, invitaba a mezclar el mate con cicuta.

Messi lleva toda la vida en el Barça y sus derrotas en la selección son un poco las de cualquier culé. Por eso, ayer a cada balón colgado al área de los extremos argentinos –te tienes que reír– daban ganas de saltar al campo para darle un abrazo al de Rosario y acompañarl­e al vestuario echando miradas severas a sus compañeros.

No lo percibí bien porque en el bar donde veía el partido una señora caboverdia­na y fan de Cristiano Ronaldo se puso a gritar como una loca cuando Rakitic iba a marcar el tercero, pero me pareció que, tras el rechace de Caballero en el último gol, Mascherano no se quedó quieto como una escoba y la mano alzada para pedir fuera de juego sino para pedir disculpas.

Porque en la selección de Argentina, Messi no juega para ser el mejor el mundo; juega para no dejar de serlo. Y eso no tiene perdón.

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