Cuestión de forma
Sostuve en mi anterior artículo –“Cuestión de límites”– que la única salida racional y democrática existente para encauzar el problema catalán es el diálogo transaccional, en el que ambas partes se vean obligadas a recíprocas concesiones, si bien añadí que este diálogo sólo será posible si se respetan dos límites: uno material –que ninguna de las partes pretenda que la otra ceda en lo que para ella es innegociable–, y otro formal –que el diálogo se lleve a cabo dentro del marco constitucional–. Dicho esto, quisiera hoy referirme a una cuestión de forma: cómo debería plasmarse la reforma en la que desemboque el diálogo transaccional, si este llega a buen fin. Mi respuesta es que el acuerdo alcanzado debería plasmarse en una reforma del Estatut de Catalunya y de la ley orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas.
Es más, pienso que sería un grave error intentar formalizar dicho pacto mediante una reforma constitucional. Dos son las razones de ello. Primera, una reforma constitucional adolecería de graves dificultades por lo complejo de su tramitación, que se dilataría en el tiempo (unos tres años) y la haría por ello inadecuada para resolver una cuestión urgente; y, además, por la casi segura imposibilidad de llegar a un consenso suficiente para ella, dada la pluralidad de materias sobre las que debería recaer y la actual dinámica cainita de la política española. Segunda, las materias y el contenido del pacto (reconocimiento nacional de Catalunya, competencias identitarias exclusivas, tope a la aportación al fondo de solidaridad y agencia tributaria compartida, y consulta ulterior a los ciudadanos catalanes) no exigen una reforma constitucional, bastando –como ya se ha dicho– una reforma estatutaria y de la Lofca. Lo que no obsta para que se acometa luego una modificación constitucional que incluya la reforma del Senado para convertirlo en una cámara territorial y culminar así el desarrollo del Estado autonómico en sentido federal, dado que un Senado operativo es imprescindible para evitar la deriva bilateral (Gobierno central-comunidad autónoma) que su ausencia propicia. Para que se me entienda, este Senado “territorial” debería aprobar –por ejemplo– el cupo vasco, lo que no supondría un cambio de sistema, sino que dotaría a este de transparencia y reforzaría su carácter democrático.
Puede parecer que soy optimista y doy por hecho que, respetando los límites infranqueables y observando la forma adecuada, el diálogo transaccional fructificará en un pacto que caerá como fruta madura. Nada más lejos de la realidad. No soy tampoco pesimista, pero sí realista y consciente por ello de que existen dos graves impedimentos para que este proceso negociador llegue a buen fin, si es que llega a iniciarse de veras alguna vez. En primer lugar, por la debilidad parlamentaria del Partido Socialista, que precisaría contar con la participación activa de una parte significativa de la oposición, lo que hoy por hoy constituye una entelequia. El grado de enconamiento existente en la política española parece impedir, en estos momentos, cualquier tipo de pacto de Estado, pues toda razón para alcanzarlo decae ante la férrea oposición partidaria previsible, más basada
El grado de enconamiento existente en la política española parece impedir cualquier tipo de pacto de Estado
en intereses particulares y prejuicios sectarios que en el interés general.
Pero además, al lado y por encima de esta dificultad del Gobierno central para concertar alianzas, se levanta otro impedimento definitivo: los independentistas catalanes que controlan por ahora el procés no quieren dialogar (el diálogo sin límites no es diálogo) ni pactar, mientras que los independentistas proclives al pacto callan. Los radicales sólo quieren provocar un enfrentamiento duro y sin ambages con el Estado que incite su reacción violenta, para así aumentar su parroquia y presentarse como víctimas ante la comunidad internacional de forma que esta se vea obligada a intervenir impulsando una solución favorable a la independencia de Catalunya. Un lector (independentista) de mi anterior artículo ha expresado esta idea con certeras palabras: la actual situación se mantendrá “durante unos años más. Los suficientes para que el apoyo social y parlamentario a la independencia sea incontestable. No serán muchos más porque la izquierda jacobina recoge firmas al mismo ritmo febril que la derecha centralista. Según Bloomberg, unos seis años. A tenor de cómo y a qué ritmo se posicionan las multinacionales en Catalunya, diríase que los mercados ya lo han descontado”.
Esto es lo que hay. Y, por tanto, sin compartir la apodíctica certeza de mi comentarista –que da al mercado el mismo valor inapelable que los iusnaturalistas daban al derecho natural–, sí creo que mientras los radicales controlen el procés no habrá diálogo, ni transacción, ni pacto, sino que el problema catalán se enquistará convirtiéndose en crónico, con su inevitable corolario de fractura social creciente, erosión económica paulatina y pérdida de oportunidades soterrada. ¿Y después? Después, silente e inexorable, la inercia continuista de la historia prevalecerá.