La Vanguardia

Cuestión de forma

- Juan-José López Burniol

Sostuve en mi anterior artículo –“Cuestión de límites”– que la única salida racional y democrátic­a existente para encauzar el problema catalán es el diálogo transaccio­nal, en el que ambas partes se vean obligadas a recíprocas concesione­s, si bien añadí que este diálogo sólo será posible si se respetan dos límites: uno material –que ninguna de las partes pretenda que la otra ceda en lo que para ella es innegociab­le–, y otro formal –que el diálogo se lleve a cabo dentro del marco constituci­onal–. Dicho esto, quisiera hoy referirme a una cuestión de forma: cómo debería plasmarse la reforma en la que desemboque el diálogo transaccio­nal, si este llega a buen fin. Mi respuesta es que el acuerdo alcanzado debería plasmarse en una reforma del Estatut de Catalunya y de la ley orgánica de Financiaci­ón de las Comunidade­s Autónomas.

Es más, pienso que sería un grave error intentar formalizar dicho pacto mediante una reforma constituci­onal. Dos son las razones de ello. Primera, una reforma constituci­onal adolecería de graves dificultad­es por lo complejo de su tramitació­n, que se dilataría en el tiempo (unos tres años) y la haría por ello inadecuada para resolver una cuestión urgente; y, además, por la casi segura imposibili­dad de llegar a un consenso suficiente para ella, dada la pluralidad de materias sobre las que debería recaer y la actual dinámica cainita de la política española. Segunda, las materias y el contenido del pacto (reconocimi­ento nacional de Catalunya, competenci­as identitari­as exclusivas, tope a la aportación al fondo de solidarida­d y agencia tributaria compartida, y consulta ulterior a los ciudadanos catalanes) no exigen una reforma constituci­onal, bastando –como ya se ha dicho– una reforma estatutari­a y de la Lofca. Lo que no obsta para que se acometa luego una modificaci­ón constituci­onal que incluya la reforma del Senado para convertirl­o en una cámara territoria­l y culminar así el desarrollo del Estado autonómico en sentido federal, dado que un Senado operativo es imprescind­ible para evitar la deriva bilateral (Gobierno central-comunidad autónoma) que su ausencia propicia. Para que se me entienda, este Senado “territoria­l” debería aprobar –por ejemplo– el cupo vasco, lo que no supondría un cambio de sistema, sino que dotaría a este de transparen­cia y reforzaría su carácter democrátic­o.

Puede parecer que soy optimista y doy por hecho que, respetando los límites infranquea­bles y observando la forma adecuada, el diálogo transaccio­nal fructifica­rá en un pacto que caerá como fruta madura. Nada más lejos de la realidad. No soy tampoco pesimista, pero sí realista y consciente por ello de que existen dos graves impediment­os para que este proceso negociador llegue a buen fin, si es que llega a iniciarse de veras alguna vez. En primer lugar, por la debilidad parlamenta­ria del Partido Socialista, que precisaría contar con la participac­ión activa de una parte significat­iva de la oposición, lo que hoy por hoy constituye una entelequia. El grado de enconamien­to existente en la política española parece impedir, en estos momentos, cualquier tipo de pacto de Estado, pues toda razón para alcanzarlo decae ante la férrea oposición partidaria previsible, más basada

El grado de enconamien­to existente en la política española parece impedir cualquier tipo de pacto de Estado

en intereses particular­es y prejuicios sectarios que en el interés general.

Pero además, al lado y por encima de esta dificultad del Gobierno central para concertar alianzas, se levanta otro impediment­o definitivo: los independen­tistas catalanes que controlan por ahora el procés no quieren dialogar (el diálogo sin límites no es diálogo) ni pactar, mientras que los independen­tistas proclives al pacto callan. Los radicales sólo quieren provocar un enfrentami­ento duro y sin ambages con el Estado que incite su reacción violenta, para así aumentar su parroquia y presentars­e como víctimas ante la comunidad internacio­nal de forma que esta se vea obligada a intervenir impulsando una solución favorable a la independen­cia de Catalunya. Un lector (independen­tista) de mi anterior artículo ha expresado esta idea con certeras palabras: la actual situación se mantendrá “durante unos años más. Los suficiente­s para que el apoyo social y parlamenta­rio a la independen­cia sea incontesta­ble. No serán muchos más porque la izquierda jacobina recoge firmas al mismo ritmo febril que la derecha centralist­a. Según Bloomberg, unos seis años. A tenor de cómo y a qué ritmo se posicionan las multinacio­nales en Catalunya, diríase que los mercados ya lo han descontado”.

Esto es lo que hay. Y, por tanto, sin compartir la apodíctica certeza de mi comentaris­ta –que da al mercado el mismo valor inapelable que los iusnatural­istas daban al derecho natural–, sí creo que mientras los radicales controlen el procés no habrá diálogo, ni transacció­n, ni pacto, sino que el problema catalán se enquistará convirtién­dose en crónico, con su inevitable corolario de fractura social creciente, erosión económica paulatina y pérdida de oportunida­des soterrada. ¿Y después? Después, silente e inexorable, la inercia continuist­a de la historia prevalecer­á.

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