STRIPTEASE ANTICRISIS
“De acuerdo, no seremos jóvenes, guapos ni musculosos, pero somos auténticos”. Con esta frase arrancaba uno de los striptease más divertidos de la historia: el de los obreros del metal sin trabajo de una población inglesa afectada por la crisis industrial que, en la película Full Monty, idean una solución creativa donde las haya: organizar un espectáculo de desnudo masculino. Estrenada en el 1997, la cinta hizo furor al desdramatizar una situación que de tan común carecía de gracia: la caída en el abismo del paro unos hombres que no sólo perdían el trabajo, sino –más importante todavía– el orgullo. La escena ensayando coreografía en la cola de la oficina de desempleo resulta no solo hilarante sino catártica, tanto para los personajes como para muchos de los espectadores. Desde entonces, las esperas en el Inem se hicieron mucho más soportables.
Full Monty llegó a colarse en la ceremonia de los Oscars (cuatro nominaciones, entre ellas mejor película) con su sencilla eficacia cómica y su canto a esa autenticidad obrera de piernas sin depilar y abdominales discretamente ocultos bajo las capas de no pocas jarras de cerveza. Obviamente la nominación ya era todo un premio para el film, que finalmente incluso se llevaría un premio por su excelente banda sonora en la categoría de comedia. En su modestia, tenía poco que hacer ante la apoteosis del exceso que fue aquel año el Titanic de James Cameron. El ingenioso director, logró salvarse del “riesgo de naufragio”, como alertaba nuestro periódico, ya que se había metido en aguas peligrosas al doblar su presupuesto inicial de producción (que no era poco, cien millones de dólares). Cameron necesitó doscientos y requirió del apoyo total de la audiencia, que eso sí, respondió como un solo hombre y aguantó sobrecogida los 195 minutos de duración de la película, ya que aquí Cameron también dobló los estándares habituales.
Mientras , una joven inglesa sin un penique y tan parada como los protagonistas de Full Monty soñaba en los cafés de Edimburgo con ser algún día una gran novelista. Iba cada día a ellos acompañada de su hija pequeña Jessica, que se dormía con facilidad durante el paseo, de forma que su madre (separada de su marido) obtenía el tiempo libre imprescindible para poder escribir sobre un curioso personaje que se le había ocurrido casi por generación espontánea: “De repente, la idea de Harry apareció en mi imaginación, simplemente. No puedo decir por qué, o qué la desencadenó, pero vi la idea de Harry y de la escuela de magos muy claramente”. Ella era J. K. Rowling y él, Harry Potter. La primera novela de la serie se publicó en junio del 1997 tras superar un unánime rechazo inicial: doce editoriales a las que fue presentada por los agentes de Rowling declinaron publicarla. Todo un ejemplo de olfato. Sería
Bloomsbury, un pequeño sello independiente, el que aceptaría sacarla a las librerías, según dice la leyenda, motivado su presidente por la entusiasta opinión de su hija de ocho años. No se necesitó mucho tiempo para demostrar que la niña tenía más razón que cualquier profesional avezado, y
Harry Potter a día de hoy es un fenómeno que casi empequeñece a los Titanic editoriales.