La Vanguardia

Una excursión

- Pilar Rahola

Mirada desde la lejanía, la escena es un paisaje conocido, que siempre nos enamora cuando lo contemplam­os. Es una calle cualquiera en la ruta habitual, pero de repente cambia, y allí donde había pasos, surgen carrerilla­s, donde había rumor, se dispara el griterío, y donde todo respiraba la amuermada monotonía de la cotidianid­ad, estalla la deliciosa maravilla del ruido infantil. Unos autocares, unos padres enmochilad­os, unos abuelos mareados y una multitud de niños pequeños que inician la fascinante aventura de la primera excursión escolar.

Observados en conjunto, son como pequeños conejillos anhelantes que quieren estar en misa y repicando, atrapados entre la desazón de dejar la familia y el deleite de irse hacia allá, a la tierra de los cuentos. Son criaturas que no levantan un palmo del suelo, pero ya anhelan horizontes lejanos, decididos a conquistar trocitos de grandeza.

Y aunque se aferran al cuello del padre, o lloran desconsola­dos, o llaman con ese “mamá, mamá” que revienta muros de contención, pronto serán un ejército de pequeños diablillos, liberados y alegres. Sólo empezar a vivir, ya empiezan a irse, y de repente somos nosotros, los adultos, los que querríamos aferrarnos a sus cuellos y dejar alguna

Cogió la mochilita, subió a un autocar “muy grande, abuela” y dijo adiós con la manita

lágrima, cosa que no haremos pero haríamos, que nuestro pequeño se va, y parece que llora, ay... y ya no somos los protectore­s indestruct­ibles, sino seres vulnerable­s, incapaces de saber por qué tenemos tanto miedo, por si pasa algo.

Lo viví en primera persona, esta semana. Nuestro pequeño Jordi ya hace tres añitos que escribe el libro de su vida, y aunque empieza a parecer un hombrecito, todavía lo vemos como aquel bebé que nos robó el aliento con el primer latido. Pero él camina a paso firme y el miércoles cogió la mochilita, subió a un autocar “muy grande, abuela, muy grande” y dijo adiós con la manita. Lo despedía nuestra mater familias, la bisabuela, abducidos, padres y abuelos, por el aspirador implacable de nuestras agendas. Pero todo eran llamadas previas, que vayas con tiempo, que dale muchos besos, que pobrecito, tan pequeño, que la primera vez, ay, que nada le pase... Y después, la bisabuela explicando las grandezas, que si iba tranquilo, que si ha dicho adiós sin llorar, que si ponía la carita en la ventana, ay, qué desazón, que mira que le gusta correr, que lo vigilen... Y aquel hecho sencillo, repetido millones de veces por los niños de todo el mundo, se convierte en un capítulo único que nos trastoca y nos marea, nos asusta y nos maravilla, y nos recuerda que la vida está hecha de fragmentos de maravillos­as pequeñeces.

De vuelta en casa, héroe de su primera gran aventura, lo contemplo embelesada, convencida de que no hay ninguna emoción más intensa que la de acompañar los pasos de un niño pequeño en su camino de la vida. Y en el proceso de la compañía, recordar que la propia infancia nunca se marchó del todo, resistente a la implacable espíritu destructor de la madurez.

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