El suicidio, forma de libertad
Leo en La Vanguardia del domingo pasado una extensa crónica de Beatriz Navarro, la corresponsal en Washington de este periódico, sobre el aumento de suicidios en Estados Unidos, un 25% en las dos últimas décadas. La periodista trae a colación un informe del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU., que constata el incremento de suicidios en el medio rural más que en las ciudades. Tal vez porque la América profunda, la de los votantes de Trump, ha sido especialmente golpeada por la crisis. No obstante, añade el informe, el suicidio no es sólo un tema rural, es un hecho que recorre el país de norte a sur y de este a oeste, como si fuera una epidemia. La epidemia de la desesperación que contagia especialmente a los más débiles, los más afectados por la gran crisis del 2008, que, como la del 29, puso la soga al ahorcado, dio el impulso necesario para saltar al vacío o proporcionó los barbitúricos.
Otra crónica de Eusebio Val, corresponsal de La Vanguardia en París, completa las dos páginas que sobre una cuestión tan alarmante nos ofrece el periódico. Val se refiere al alto porcentaje de suicidios que se da hoy entre los granjeros franceses, que, como ocurre en el medio rural mediterráneo desde hace siglos, utilizan el método del ahorcamiento. No sé si las mujeres, entre las que hay menos suicidios, tal vez por la responsabilidad de no abandonar a los hijos, prefieren tirarse al pozo como hacían las campesinas en las Baleares también desde tiempo inmemorial. Barrunto que este aumento de suicidios tiene que ver con la progresiva pérdida de la influencia religiosa en un medio tradicionalmente conservador. La religión cristiana prohíbe el suicidio, porque considera que sólo Dios puede disponer de la vida de las personas. Quienes acaban con la propia son condenados al infierno. No obstante, a estas alturas del siglo XXI, la creencia en los horrores del más allá parece contar con pocos adeptos.
Los motivos que pueden llevarnos al suicidio son muchos y diversos y casi todos se relacionan con una enfermedad espantosa llamada depresión. Los suicidios recientes de la diseñadora de moda Kate Spade y del televisivo Anthony Bourdain, ambos personajes famosos, admirados, envidiados y ricos, aunque al parecer, no felices, tienen poco que ver, en apariencia, con los ocasionados por el síndrome del granjero, incrementados por las dificultades de vivir en un duro medio rural, pero les une una fatalidad compartida.
Todos ricos o pobres, famosos o desconocidos consideraron por igual “no puedo más y aquí me quedo”, como escribió Goytisolo en Palabras para Julia. El instinto de vivir que late en los seres humanos fue menos fuerte que la tentación liberadora de desaparecer. Cuando se produce una descompensación, se invierte la tendencia y la ventana tras la que contemplamos el mundo y por la que entra la luz, se convierte en un trampolín que nos impulsa directos hacia la muerte. Entiendo que es necesario evitar esas muertes, que las administraciones deben poner todos los medios a su alcance. No obstante, la determinación de acabar con nuestra propia vida me parece una forma, la más importante, de poner de manifiesto nuestra libertad.
Uno de los más grandes escritores del siglo XX, el existencialista Albert Camus, opina que existe apenas un único problema filosófico realmente serio y este es el del suicidio. Juzgar si la vida vale la pena de ser vivida es responder a esa cuestión fundamental, reflexiona en el mito de Sísifo.
En las páginas de La Vanguardia a las que ya me he referido se nos ofrecen también datos de la Organización Nacional de la Salud a cerca de la distinta incidencia de suicidios en diferentes países y regiones, aunque consta que tales estadísticas oficiales no suelen corresponder a la realidad. La tasa es mucho más alta. España está entre los países con un porcentaje más bajo, 8,7 casos por cada 1.000.000, no obstante la cifra tiende a camuflarse.
Los buenos suicidas urbanos, aquellos que piensan en familiares y amigos a los que tienen estima, tratan de irse de este mundo incordiando lo menos posible y se eliminan con pastillas, en cuartos de pensiones anodinas o lujosos hoteles, dependiendo de su peculio, pagados por adelantado. Los malos mueren tratando de culpabilizar de su muerte a cuantos más mejor y a veces incluso lo consiguen. A menudo, lo planean todo para que resulte lo más desagradable posible para los pretendidos culpables, como si su cadáver fuera el ácido corrosivo con el que trataran de desfigurar para siempre el rostro de todos los suyos, como venganza monstruosa.
En Barcelona, igual que no se quieren dar los datos de la pobreza infantil, ya que sería una bomba, también se oculta el número de suicidas que, según mis fuentes, resulta preocupante por alto. Quizá esconderlo es pertinente no vaya a ser que a alguien se le ocurra publicitar el asunto con el eslogan de “Barcelona, ciutat de suïcides / Barcelona, ciudad de suicidas / Barcelona, city of suicides” y montar un negocio ofreciendo una carta de variadas posibilidades, como hacen con las almohadas en algunos hoteles, garantizando un suicidio impecable a un precio competitivo, diversificado por categorías, según el pago, siempre por adelantado, naturalmente.
La religión cristiana prohíbe el suicidio, porque considera que sólo Dios puede disponer de la vida de las personas