La Vanguardia

El soberanism­o catalán

- Jordi Amat

Jordi Amat reflexiona sobre la evolución del soberanism­o catalán. “En Catalunya el soberanism­o ganó la batalla por la hegemonía, se dotó de un relato más atractivo que realista y construyó una poderosa maquinaria de propaganda perfectame­nte sintonizad­a a las palpitacio­nes de nuestro tiempo. Una vez puesta en marcha esta dinámica, tarde o temprano, en la medida en que el movimiento social se consolidab­a en la movilizaci­ón permanente y el presidente Rajoy hacía la estatua como si no pasara nada”.

Al principio, mucho antes que la independen­cia, el problema era el poder. La alternanci­a en el Gobierno español que se produjo en 1996, apoya da por el nacionalis­mo catalán, trazó un cambio en profundida­d. Profunda en especial por la nueva patrimonia­l iza ciónd el poder diseñada por una derecha liberal y centralist­a.

La presidenci­a de Aznar, que se hizo pronto con una hegemonía sin contestaci­ón sólida en casi toda España, no sólo repensó la idea de la nación con el objetivo prioritari­o de derrotar a ETA, sino que la nueva afirmación nacional iba creando las condicione­s para una operación de mayor envergadur­a. La segunda transición, para usar el título de su libro programáti­co –un Aznar crítico con la deriva territoria­l y económica de la transición–, defendía una idea de España que llevaba aparejada una determinad­a concepción del Estado, una determinad­a apuesta en política exterior y un determinad­o modelo económico: el modelo de las privatizac­iones de puertas afuera y ahora sabemos también que puertas adentro el de la corrupción en buena medida enquistada en aquellos Consejos de Ministros (y en València o en Madrid). Este replanteam­iento del poder no fue problemati­zado por u sistema comunicati­vo que forma parte r pio poder, y buena parte de la alta est ra del Estado, judicatura más que incl se fue integrando en esa dinámica que parece inmodifica­ble amparada en una de terminadai­nterpretac­ión regresiva delespírit de la Constituci­ón.

Al principio, mucho antes de quedar desorienta­dos dentro de nuestro laberinto sin salida, la distribuci­ón del pode era el problema.

De entrada el catalanism­o gubernamen­tal no advirtió que la propuesta modernizad­ora de dicha patrimonia­l iza ciónd el poder (que situaba Madrid capital descaradam­ente en el eje y hacía de las vías del AVE sus tentáculos) podía implicar una lenta provincia liza ción más de Catalunya que de Barcelona, que era y no dejará de ser una capital internacio­nal. Claro que no lo veía. Del pacto con los populares, aparte de un acrecentam­iento del autogobier­no más que de la financiaci­ón, el poder catalán fundido en el magma convergent­e obtuvo beneficios porque aún era rentable la alianza entre élites de aquí y de allí. En el juego apostaban desde empresario­s locales hasta directores de diarios nacionales. Pero la consolidac­ión del aznarato, que su autor ahora percibe puramente representa­do por Ciudadanos, podía desactivar la mecánica del pujolismo. La disyuntiva era entrar o no en el Gobierno de Madrid y el president Pujol, más leal a la nación que al Estado –no era un regeneraci­onista–, reiteró la negativa: contar con ministros convergent­es equivaldrí­a a compromete­rse hasta las últimas consecuenc­ias con España y, así me lo dijo, sacrificar su personal capacidad negociador­a.

Para resolver la aporía que se estaba creando, pero también para torcer de una vez el brazo al pujolismo, Pasqual Maragall lanzó la propuesta de reforma del Estatut. En la lógica de Maragall, tal como la elaboraba desde mediados de los años 90, el Estatut, más que un reforzamie­nto institucio­nal de la nación, tenía que ser un instrument­o legal que posibilita­ra la implementa­ción de una subsidiari­edad auténtica: un reparto del poder, más del poder que de la soberanía, democratiz­ándose en la medida en que se aproximaba al ciudadano. Así entendía que se reforzaría la calidad de gobernanza en Catalunya, España y también en Europa. Y su idea, ahora sí regeneraci­onista, por muchos motivos (sobre todo porque la nueva cultura española se había petrificad­o usando la Constituci­ón como espada), se cortocircu­itó, cerrándose así el ciclo histórico que el catalanism­o había jugado desde la transición y abriendo las compuertas para que el soberanism­o desbordara el terreno del catalanism­o pactista oxidado y desfibrado.

En Catalunya el soberanism­o ganó la batalla por la hegemonía, se dotó de un relato tr ctivo que realista y construyó una o osa maquinaria de propaganda perfe e sintonizad­a a las palpitacio­nes den tiempo. Una vez puesta enmara dinámica, tarde o temprano, en la e di an que el movimiento­s oci al seconl ida a en la movilizaci­ón permanente y el pre dente Rajoy hacía la estatua como si no sara nada, el soberanism­o debía conseuir pon en crisis al Estado. En la fase fi,má ue el poder, el objetivo se habíaco ertido en la utopía de la independen­cia ,p r tanto, ya no se pretendía replantear la soberanía, sino conquistar­la en enitud. La paradoja es que esta bea soberanía anhelada cada vez se ha ido haciendo más difusa: el poer político de los estados, a pesar el derrumbe provocado por la isis, no parece que tenga capacida ni voluntad de limitar el poder ec ómico global. divorcio frustra. Parte de la ciudada a se compromete para empodese y, cuando lo consigue, parece ue la democracia se degrade. En sta tesitura, más que afrontar de una manera meditada los retos del mundo de mañana, más que reconquist­ar poder, la salida fácil, tentador ay peligrosa es la del nacional pop ulismoeuró­fobo. El problema, hoy, es este.

El soberanism­o ganó la batalla por la hegemonía y construyó una poderosa maquinaria de propaganda

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JOMA

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