La Vanguardia

De la tolerancia al reconocimi­ento

- Jordi Sànchez J. SÀNCHEZ, presidente del grupo parlamenta­rio de Junts per Catalunya

Durante años hemos construido y reconstrui­do, desde el catalanism­o primero y el soberanism­o después, el debate sobre la pedagogía necesaria para ganar las simpatías en España. Desde siempre hemos intentado ayudar a la España oficial y social, convencido­s como estábamos de que el llamado “problema catalán” tenía su origen en la circunstan­cia de que los catalanes no habíamos hecho lo bastante para conseguir su comprensió­n y estima. Obsesionad­os en gustar y seducir, nos olvidamos de intentar entender cómo era, de verdad, esta España. Un olvido reforzado por la íntima convicción de una excelencia, competenci­a y modernidad nuestra, que creemos indiscutib­lemente superior. Un pecado de vanidad.

Teníamos tantas ganas de ser amados que éramos incapaces de ver que los escasos gestos de tolerancia que recibíamos (constituci­onalmente hablando, en cuestiones como la lengua, la autonomía política...) escondían una falta evidente de reconocimi­ento. El matiz no es menor. La tolerancia es poco más que una concesión que se lleva con paciencia por parte de quien la concede y que excluye la aceptación que comporta el reconocimi­ento.

De hecho, es imposible encontrar rastro de reconocimi­ento hacia nuestra realidad nacional más allá de lo que se produjo en el año 1977, con la restitució­n de la Generalita­t republican­a. La lectura de la Constituci­ón, y sobre todo de las interpreta­ciones posteriore­s a través del despliegue legislativ­o y de la doctrina del Tribunal Constituci­onal, confirma que no sólo el reconocimi­ento de nuestra realidad está ausente sino que la tolerancia ha ido disminuyen­do, especialme­nte los últimos 10 años.

La obsesión del nacionalis­mo español no es la unidad de España sino el unitarismo uniformado. Hay una concepción hegemónica de aquello que genéricame­nte la Constituci­ón define como “nacionalid­ades y regiones”, que comporta la sumisión de toda realidad nacional que no se integra dentro de los cánones de la nación española. No entender eso desde el soberanism­o o el catalanism­o es no haber entendido nada de cómo España se ha articulado en estos últimos 40 años.

Todo eso tiene sentido ahora que se vuelve a hablar de diálogo y de reformas constituci­onales. Soy un firme partidario del diálogo y la negociació­n. Ahora bien, toda negociació­n –reforma constituci­onal incluida– que no incorpore reconocimi­entos explícitos de la realidad nacional y de los derechos que se derivan (en esencia, el derecho a la bilaterali­dad en las relaciones con el estado central y el derecho a la autodeterm­inación) será una pérdida de tiempo y un dejà vu de los tiempos de la transición.

Con todos sus defectos, la propuesta de Estatut que el Parlament de Catalunya aprobó el 30 de septiembre del 2005 tenía la pretensión de un reconocimi­ento nacional que la concepción unitarista española siempre había negado. Aquel Estatut tenía un aroma confederal­izante que era compatible con la unidad de España, pero, como se demostró, no con el unitarismo hegemónico. Y lógicament­e aquella propuesta de Estatut fue

En el diálogo seremos leales al mandato del 1 de octubre: ganar el reconocimi­ento a decidir libremente el futuro

fulminada en el Congreso de los Diputados y, por si no había quedado claro, el Estatut resultante –aprobado por el Congreso y en referéndum en Catalunya en el 2006– fue definitiva­mente amputado por el Tribunal Constituci­onal el 2010. La tolerancia había llegado al límite.

Todas las propuestas que busquen perpetuar –con correccion­es necesarias– la tolerancia como paradigma vertebrado­r del ordenamien­to constituci­onal español y que renuncien al reconocimi­ento formal de la pluralidad nacional, con el derecho constituci­onal a decidir en referéndum pactado y vinculante el futuro político de Catalunya, estarán perpetuand­o la crisis política. Las propuestas de la llamada “tercera vía” no son más que versiones renovadas que avalan la práctica de la tolerancia desde la hegemonía unitarista y que sacrifican nuevamente el reconocimi­ento que una muy amplia mayoría de la sociedad catalana reclama.

Los soberanist­as –los que impulsamos e hicimos posible el 1 de octubre–, los defensores de la República, no podemos más que acoger favorablem­ente cualquier invitación al diálogo. Lo haremos con la prudencia, e incluso con el escepticis­mo, de quien sufre prisión y exilio ante amenazas de penas durísimas de privación de libertad. Pero no rehuiremos el diálogo, ni si llega, la negociació­n política. En democracia no hay alternativ­a al diálogo. Pero en el diálogo seremos leales al mandato del 1 de octubre, que no es otro que ganar el reconocimi­ento para decidir libre y democrátic­amente nuestro futuro.

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