¡Los hombres van a saco!
Cada vez que piso el Luz de Gas, el último buque insignia de la noche barcelonesa, y contemplo la platea, me viene a la cabeza una frase humilde de altura filosófica y orígenes militares que conserva vigencia.
–¡Los hombres van a saco! Al parecer, ir a saco es una manía incorregible de los varones cuando salen de noche y lo dan todo, queman las naves o ponen la directa (no hay más que ver la variedad de expresiones...).
Tocaba el jueves Apache, unos clásicos que, carretera y manta, se vienen de Jaén una vez al mes y entre una vela al diablo de los Rolling y un respeto por Pink Floyd alegran al público al que no llamaremos respetable porque abundaban los hombres dispuestos a saquear lo que se les pusiera por delante, es decir, las clientas femeninas del entrañable local.
¿Por qué a los hombres les gustan las guapas, ir a saco en las discotecas y decir en los partidos del Mundial “un gol ahora lo cambia todo”? El asunto tiene poco misterio, es predecible y responde a una lógica humana bastante elemental.
¿Por qué a los hombres les gustan las guapas, ir a saco de noche y decir que “un gol ahora lo cambia todo”?
A mí lo que me fascina es el sentido del tempo femenino según el cual dejarse llevar por la noche, por los instintos o el impulso del primer momento –en periodismo, cuenta mucho ese factor a la hora de indagar las historias– se convierte en un problema, como nos pasa a los pobres cuando nos cae un billete de 500 euros y todo es sufrimiento por el que dirán, el dónde lo cambio o cómo pago yo una cena en un restaurante de confianza sin que desconfíen.
Yo dejé de ser pesado mil años atrás y cuando suena el “corres mucho” o “vas a saco” no espero al segundo aviso, homenaje personal a la igualdad de género y rasgo de orgullo propio. Siempre he pensado que el tempo femenino –nunca la primera noche, casi siempre la segunda– es un freno de mano manual en tiempos de paneles electrónicos porque, a menudo, no hay segundas oportunidades y menos cuando la vida pasa veloz para los que fueron niños y niñas.
Me recogí pronto, sobre las tres, porque si me quedo más rato la columna se esfuma: lo de entrar a saco a las cuatro o las cinco ya no es seducción, es desesperación. Muy pocos triunfaron, juraría, aunque nunca se sabe. Le tomé cariño a un tipo de camisa de lino blanca que salió a ganar el partido y se llevó dos besos pero sin continuidad porque ella se marchó del local con una amiga y él se quedó con el deseo y las ganas.
En noches así, uno piensa que ser hombre es muy sencillo y cuesta poco aunque haya mucha competencia de la que estimula el funcionamiento del mercado. Ser mujer, por contra, me pareció –como tantas veces– complicado: como convertir una oportunidad en un dilema. El de la camisa de lino no se cortó las venas, regresó a la barra, se pidió otra copa y ahí se quedó, diría yo que tan tranquilo.