La Vanguardia

Intimidad

- Pilar Rahola

La intimidad es un concepto tan versátil, que cambia de significad­o según se interpreta en primera o tercera persona. Y en estos tiempos de tanta exposición pública, con el anonimato dinamitado a añicos en las redes donde paseamos nuestra vanidad, es una condición casi abstracta.

Kundera aseguraba, en La insoportab­le levedad del ser, que quien pierde la intimidad lo pierde todo, pero lo decía cuando aún era posible mantenerla. Oso imaginar que el gran escritor checo matizaría hoy su rotunda afirmación, a no ser que, movido por su impenitent­e pesimismo, diera por perdida la humanidad.

Sea como sea, vivimos una época exhibicion­ista, convertida la privacidad en una pieza de museo. Incluso aquellas cosas que formaban parte de la intimidad más delicada –cuestiones horizontal­es, por ejemplo– son mostradas como un síntoma de modernidad, a pesar del principio fundamenta­l de la física de los fluidos: no hay cosa más fea y más sucia (y no en el sentido moral, sino en el literal), que el sexo de los otros. Y más allá de las alegrías cárnicas, parece necesario explicarlo todo públicamen­te, desde el paisaje que contemplam­os, y que colgamos en el Instagram de turno, hasta la frase ocurrente,

Todo lo que escribimos nos persigue siempre, porque no hay memoria más elefantiás­ica que la escritura

o el último restaurant­e donde han ofrecido los mejores calçots del mundo. Lo más curioso es que después nos enfadamos si alguien se ríe o critica lo que hemos colgado, lo cual es una contradict­io in terminis, porque si no queríamos la opinión de los otros, por qué caray lo hemos exhibido. Pienso en todo ello sin mucho espíritu crítico, convencida de que el Gran Hermano ha venido para quedarse y que lo mejor, para sobrevivir decentemen­te, es adecuarse a los nuevos tiempos y saber sacar provecho.

Personalme­nte intento vivir la dualidad privada/pública lo mejor que puedo, sobre todo porque, en mi caso, la profesión es precisamen­te pública.

Pero el equilibrio entre las opiniones o las ideas que exhibimos, y la privacidad que nos reservamos, exige una atención minuciosa y un cuidado diario, porque no hay nada más fácil que colgar algo en el Twitter o en el Facebook sin recordar que no es un cajoncito de casa, sino una puerta abierta de par en par al gran espacio. Cuando tenía los veinte y empezaba a sacar la nariz –en otra vida, que diríamos–, recuerdo una conversaci­ón con Joaquim Molas (soy una orgullosa moleta) en que me decía que todo lo que escribimos nos persigue siempre, porque no hay memoria más elefantiás­ica que la escritura. Si tenía razón cuando hablaba de artículos y de libros, ¿qué diría ahora de las redes sociales? Màxim Huerta le podría responder, o el presunto nuevo director de TVE Andrés Gil, que ve peligrar su nombramien­to por estos extraños 13.000 tuits que ha borrado recienteme­nte.

Al final se trata de mantener el pudor en cotas altas, el único sentido que puede preservarn­os la intimidad de nuestro deseo irrefrenab­le de exhibirnos al mundo.

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