La Vanguardia

Crónica del rey Felipe (IV)

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

Las lecturas, como las cerezas, cuyo tiempo ya se acaba, se engarzan a veces unas con otras aunque sea por el rabo. Así he leído, como si fuesen cerezas enredadas entre sí, dos libros que hasta cierto punto se me antojan complement­arios. El más reciente es Felipe IV. El Grande, del profesor y académico de la Historia Alfredo Alvar Ezquerra, una novedad que pretende cambiar la imagen y la idea de un Austria menor que está asociado para muchos españoles a la figura del actor Gabino Diego en la película de Imanol Uribe, que a su vez se basaba en una novela de Gonzalo Torrente Ballester, Crónica del Rey Pasmado. Es el Felipe IV que tuvo trece hijos, ocho con Isabel de Borbón y cinco con su prima Mariana de Austria. El mismo que concibió tal vez treinta o cuarenta hijos bastardos y que llevó como pudo su fe religiosa y su conciencia de pecador irredento con una vida licenciosa y marcada por la lujuria. Su largo reinado fue en muchos aspectos trágico, pues perdió a su heredero y príncipe designado, Baltasar Carlos, para al final entregar la corona al hijo número trece, Carlos, enfermo de sus mismos rasgos lúbricos pero lastrado por una consanguin­idad que hizo imposible que el Hechizado dejase descendenc­ia. De ahí la guerra de Sucesión y el fin de la dinastía de los Austria. Alvar, con todo, lo reivindica. Y sin intentar ocultar sus sombras, viene a recordarno­s que este rey fue también el de nuestro siglo de oro, el protector de Velázquez, con el que desarrolló una relación muy especial. Reconoció a uno de sus bastardos, Juan José de Austria, a quien tal vez fantaseó con legar la corona. Y gustó no sólo de las mujeres de toda laya y condición y de la caza, sino que también protegió las artes y las letras, la música y el teatro. A diferencia de Luis XIII de Francia o Jacobo I de Inglaterra, sus coetáneos, fue un rey austero y obsesionad­o por la religión y su idea de la perseveran­cia con recompensa final de Dios mismo. La constancia era el recto proceder. Y no necesitaba de pelucas, afeites y tacones para afirmar su poder. Fue, en su tiempo, el monarca más poderoso del orbe. El Grande, el Rey Planeta (título que ya recibió Felipe III) y también el Rey Sol. Este último apelativo lo hará suyo más tarde Luis XIV de Francia, que casó con una hija, probableme­nte la más y mejor querida de Felipe IV, y así consolidó su relación con la casa de Austria y con España. Felipe IV fue primero tío y luego suegro del Rey Sol francés.

Por supuesto, todos los tiempos turbulento­s de la larga peripecia de Felipe IV también están en el libro de Alvar. La crisis de 1640, Portugal y Catalunya y la sublevació­n de Vizcaya, la paz de Westfalia de 1648, el tratado final de los Pirineos, el inicio de la decadencia, el fin, si se quiere, de la monarquía hispánica o el principio del Reino de España. Y, cómo no, el extenso periodo del conde duque de Olivares como valido del rey, de 1621 a 1643. Ahí se me cruzó otro libro, El conde duque de Olivares. La búsqueda de la privanza perfecta, de Manuel Rivero Rodríguez, profesor de la Autónoma de Madrid que ya había dado a imprenta en su día el muy estimable La España de Don Quijote y que aquí, palabras mayores, se atreve a revisar la biografía del de Olivares, ese mito de nuestra historia sobre el que han escrito, por citar sólo dos de sus biógrafos más señeros, tanto John Eliott como Antonio Domínguez Ortiz. Olivares, don Gaspar de Guzmán, el tirano para unos y el estadista para otros, el centraliza­dor o el modernizad­or.

El libro del profesor Rivero, rico en datos y que gusta de acudir a las fuentes originales, no toma un partido radical sobre la interpreta­ción de la figura del valido, más bien deja que hablen los documentos y aparece entonces una figura bastante distinta a la dibujada por Eliott, especialme­nte en todo lo que se refiere a la Unión de Armas y a la actuación respecto de Catalunya. Los catalanes, hay que decirlo, no salimos especialme­nte bien parados en el retrato, aunque tampoco la corona y sus servidores. Hay una mutua incomprens­ión que a más de uno le puede hacer pensar que aquellos polvos lejanos acabaron trayendo estos lodos de hogaño. Pero como los tiempos son harto distintos, mejor no pierdo demasiado tiempo en tales comparacio­nes. Entre otras cosas, porque el ensayo de Rivero Rodríguez me ha dejado pasmado, como Torrente Ballester imaginó al monarca, y en más de una ocasión con la boca abierta por el asombro. Olivares, que procuró obrar y gobernar conforme a Dios, la religión y la casa de Austria, no es desde luego ni Richelieu ni tampoco Mazarino. Y de los distintos testimonio­s, interesado­s o no, surge la figura de un gobernante que, sin desdeñar el uso de las armas y la fuerza, parece convencido de que sólo el buen gobierno hace que perduren las monarquías. Alguien que conjugó modernidad –del siglo XVII– y tradición y fe… Mención aparte merece la sospecha del profesor Rivero de que el famoso memorial del conde duque es una falsificac­ión posterior. Me ha dejado esperando noticias y futuras entregas, porque pondría patas arriba buena parte de la historia moderna de España.

A diferencia de Luis XIII o Jacobo I, sus coetáneos, Felipe IV fue un rey austero y obsesionad­o por la religión

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