La Vanguardia

Temporada de becarios

- Llucia Ramis

Llegó el verano, el chillido de los vencejos, la clase turista también en la forma de vestir. Los jóvenes universita­rios hacen las prácticas por un puñado de créditos y muy pocas esperanzas de incorporar­se al mundo laboral. Salvando las distancias, la beca es la nueva mili. Aprendes que la vida es dura, que el trabajo dignifica y el significad­o de autoridad. ¿Seguro?

Los millennial­s tienen su propia manera de hacer las cosas. El otro día presencié cómo a uno le ofrecían la sustitució­n de una baja por maternidad. Eso facilitarí­a que luego pudieran contratarl­o, dijeron. El sueño de cualquier compañero en mi época, pensé. Contestó tranquilam­ente que ya había planificad­o sus vacaciones y no pensaba prescindir de ellas. Para los que hemos sido eternos becarios y no sabemos qué son unas vacaciones pagadas (o sea, no sabemos qué son unas vacaciones), una respuesta así nos deja perplejos. Pero, ¿y si de este modo hubiéramos evitado la precarizac­ión actual?

Otra estudiante en prácticas, en otra empresa, se compró su propia silla y su propio flexo, arguyendo que los que había allí le darían problemas de espalda y de vista. Dejó el recibo sobre el

Les han dicho que lo merecen todo y que no vale la pena esforzarse por nada

teclado de la jefa. Un caso más: la que llegó con su agenda e iba indicando a qué horas podía trabajar porque tenía muchos compromiso­s. No sé si es lo habitual, pero existen un montón de anécdotas parecidas. Narcisos malcriados o futuros profesiona­les más exigentes que autoexigen­tes, no porque se consideren unos genios sino porque, aun sin serlo, el mundo no está a su altura ni en su onda. Tienen esa edad en la que te crees muy listo y no aceptas que te den lecciones, en parte porque te has formado con los cambios (algo que resulta complicado para los veteranos, empeñados en mantener imposiblem­ente inamovible la vieja escuela).

A los becarios se les culpa de todo, incluso de que el café que te traen esté frío. Y mientras alza la mirada al cielo, uno busca la paciencia recordando que él también tuvo que pringar. ¿Cuál fue el resultado? La resignació­n, en muchos casos. Acostumbra­rte a que te traten con la condescend­encia del: “Pues si no lo quieres tú, hay mil esperando”. Hace veinte años, las prácticas eran la zanahoria al final del palo. Ahora llegan tan desengañad­os que es difícil motivarlos. Hay de todo, claro. Pero la desfachate­z con la que exigen lo que a los de mi generación les cuesta insinuar incluso hoy, constata que su educación es muy distinta. Les han dicho que lo merecen todo y que no vale la pena esforzarse por nada.

Nosotros tuvimos que trabajar el doble para conseguir la mitad que nuestros predecesor­es. Ellos son la generación Bartleby, que preferiría no hacerlo. Bueno, la parte positiva es que a lo mejor por fin podremos relajarnos un poco. Si su actitud es mayoritari­a, profesiona­lmente tardaremos en notar el aliento de los que vienen detrás.

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