Wally está en Rusia
¿Qué pasaría si los alienígenas tratasen de adivinar cómo somos con estas fotos del Mundial?
No busquen más a Wally. Él y una legión de sosias han invadido los estadios de Rusia, como los ángeles caídos que siguieron a Luzbel o los ratoncitos del flautista de Hamelin. El autor aconseja a los lectores que echen un vistazo rápido a las fotos de esta página, pero sin deleitarse para no asomarse demasiado al abismo. A él le ha pasado: ha tenido pesadillas con el hombre llama de Perú (segunda hilera por arriba, primera casilla de la izquierda, encima del Popeye de Portugal).
Los manuales de psicología explican que la pulsión de muchos humanos por disfrazarse es una excusa ideal para perder la vergüenza y la timidez. Una fiesta de disfraces, combinada con la pasión del Mundial, puede ayudar a crear un clima desinhibido muy saludable, si la cosa no se desmanda, como cuando unos hinchas argentinos encajaron mal el 0-3 ante Croacia y propinaron una paliza a aficionados rivales.
Esos cobardes –siempre actúan en manada– llevaban camisetas de la albiceleste o de sus equipos favoritos de Argentina, pero no pinturas de guerra como las de esta crónica. Los disfraces, dicen los psicólogos, ayudan a deshacernos de los pensamientos negativos, como en una terapia o una catarsis colectiva. Los lectores futboleros se habrán abrazado muchas veces en bares o estadios a desconocidos para celebrar un gol. Se abrazarán mucho más el día que se disfracen de león del Atlas, canguro del Outback australiano o picador de la Maestranza (busquen las fotos, pero están avisados: no se demoren).
Núria Arnau, propietaria de un comercio centenario de Barcelona, sombrerera y bisnieta de sombreros, asegura que cada vez que ve a alguien por la calle con un tocado muy especial piensa. “Ese señor o esa señora tiene mucha personalidad”. En Rusia disfrutaría: monteras, cascos de samurái o de vikingo, sombreros mexicanos o en forma de pelota...
Es muy conocida la anécdota del juez británico al que le preguntaron por qué, en pleno siglo XXI, los magistrados de Su Graciosa Majestad siguen llevando pelucas blancas. “Si no nos las ponemos –respondió– cómo nos van a distinguir de los delincuentes a quienes juzgamos”. Con las ropas estrafalarias, el maquillaje y los sombreros sucede lo mismo: si no fuera por estos complementos, cómo distinguir a los hinchas del común de los mortales.
Los historiadores de la Roma clásica han reconstruido períodos oscuros con fragmentos de discursos y documentos dispersos. ¿Qué sucedería si estas fotos llegasen a manos de una civilización extraterrestre? ¿Cómo nos imaginarían? ¿Creerían que los protagonistas de estos 32 retratos, uno por selección, oficiaban un rito sagrado? ¿Dudarían de la existencia de vida inteligente?
Quizá a estos vecinos ignotos del universo les sorprendería que entre los 32 fotografiados sólo hubiera once mujeres, y además en una actitud elegante. De hecho, debería haber menos. No se trata de una discriminación ni de un atentado contra la más elemental igualdad. Es simplemente que por cada mujer que hace el ridículo o lo intenta hay veinte o más hombres que lo consiguen.