LA MUSKITIA HONDUREÑA
Acosada por la explotación de los recursos naturales, la pobreza, el cambio climático, la violencia y el desgobierno, la Muskitia hondureña lucha por sobrevivir
Acosa ap rlaex lota ión de su recursos n tura s, la extensa pobreza de lación, el cambio climático, la violencia y el desgobierno, este ecosistema de Honduras lucha por sobrevivir. La identidad y la posesión de la tierra causan tensión entre ladinos y nativos en este territorio.
Amistero Bans pide una pequeña ayuda a cambio de su historia. Le gustaría comprar un refresco para él y otro para su compañero Ramón, que ahora está sentado a su lado, compartiendo el infortunio del lisiado, bajo las palmeras y los mangos de Plaplaya, en la Muskitia garífuna, una región hondureña pobre y remota donde el hombre y la naturaleza libran un pulso por la virginidad en el que nadie gana.
Amistero y Ramón caminan con bastones, arrastran las piernas y lamentan que la miseria les llevara a las profundidades del mar, a bucear para sacar colas de langosta a 20 e incluso 50 metros de profundidad. Los dos aseguran que bajaban mucho más, hasta los 120 metros, lo que es imposible en el mundo real pero no tanto si crees en las sirenas. Un día, Amistero vio una y no ha dejado de creer desde entonces.
“Donde hay oro, hay muerte”, añade el viejo buzo y la frase resume bien la vida en la Muskitia, una existencia dura, muy competitiva por los recursos naturales y la posesión de la tierra, donde conceptos como el dinero y la productividad son relativos.
La Muskitia es un pulmón, una reserva de la biosfera amenazada por el cambio climático. Las lluvias cada vez caen con menos pauta, las siembras se alteran, los caudales de los ríos no garantizan el paso de las balsas que mueven la economía.
Gobernar la Muskitia no es fácil. La presencia del Estado hondureño es frágil. Miskitos, garífunas, tawahkas y pech tienen sus propios intereses, vinculados a su cultura y territorio. Los ladinos aportan mestizaje pero también costumbres nuevas. La relación entre las alcaldías y los consejos tribales han de superar muchas tensiones. Las más frecuentes tienen que ver con la propiedad de la tierra y la identidad. ¿Cómo le explicas a los miskitos, que llevan 2.000 años viviendo aquí, que la tierra no es suya, sino de un ladino que primero la ocupó por la fuerza y luego se la apropió?
¿Cómo explicas a Amistero Bans que a nadie le importa su infortunio? Se accidentó en 1999 después de haber bajado siete veces seguidas. Cada inmersión duraba media hora, hasta que se agotaba la botella de oxígeno. No llevaba reloj ni profundímetro ni manómetro, instrumentos que aún hoy casi nadie usa porque son caros. Al llegar al fondo, partía las langostas, desechaba las cabezas –que nadie quiere en el mercado estadounidense– y metía las colas en una cesta. Subía cuando notaba que le faltaba el aire, aguantando la respiración, veinte metros de un tirón hasta la superficie. Entonces, a la séptima subida, sufrió una embolia. El cuerpo, sometido a estos cambios bruscos de presión, se le paralizó y no volvió a caminar bien. Tuvo suerte porque muchos buzos mueren por este síndrome de descompresión. Lisiados como Ramón y Amistero hay 5.600. Apenas reciben ayuda.
Honduras produjo el año pasado 1,7 millones de toneladas de langosta, un negocio de 37,6 millones de euros. Las colas se venden en Estados Unidos y en la Muskitia, a parte del sueldo del buzo –unos 900 euros por temporada, de julio a diciembre– no quedan beneficios.
La dificultad de la vida de Amistero y, como él la de los pescadores y agricultores, sean garífunas, miskitos, tawahkas o pech, contrasta con la belleza del paisaje: jungla, agua y cumulonimbos en un cielo dramático y acogedor.
Cruzamos en barca la laguna de Bacalar y luego la de Brus, junto al mar Caribe y las pistas clandestinas del narco. El tránsito de la coca hacia EE.UU. ya no es tan intenso. El
La Muskitia es un pulmón para los miskitos, garífunas, tawahkas y pech
La identidad y la posesión de la tierra causan tensión entre ladinos y nativos
Honduras, sexto país más pobre, concentra el 90% de la riqueza en el 10% de las manos
ejército vigila y manda. Los nativos van a lo suyo. Antes rascaban algo del tráfico ilegal, ahora bajan la cabeza. Algunos ganaron lo suficiente para construirse una casa de cemento, otros mueren, emboscados por militares que abren fuego sin preguntar. Tres miskitos fallecieron así durante nuestra visita a principios de junio. Los soldados están bajo investigación pero el 95% de los crímenes que se cometen en Honduras no se resuelven.
Estados Unidos es el gran imán, no sólo de la Muskitia sino de todo el país, paradigma de las repúblicas bananeras. En los años ochenta, por ejemplo, ofreció su territorio, especialmente la Muskitia, a la contra nicaragüense, guerrilla financiada por Washington y levantada en armas contra el sandinismo.
EE.UU., además, consume gran parte de los monocultivos hondureños –café, plátano y aceite de palma–, así como la droga que mueven los cárteles locales con ayuda de políticos y banqueros. A cambio, acoge a casi un millón de inmigrantes. Sus remesas suponen el 15% del PIB de Honduras.
Aterrizamos en la nueva pista de Wampusirpi y al poco rato ya estamos remontando el río Patuca en un pipante, que es un tronco de caoba vaciado, de más de diez metros de eslora, con un pequeño motor en la popa.
Vamos hacia Krausirpi, dos horas río arriba, en territorio kawahka, un lugar donde los perales miden diez metros de alto y el sol pega fuerte. Llegar a Nueva Palestina, la población más cercana conectada a una carretera, son dos días y medio más de navegación y un dinero que pocos tienen. Tegucigalpa está en otro mundo, uno nuevo, sucio y acelerado, de casas cerradas y trabajos aún más extenuantes. Lo afirma Ermilinda Ortiz Salinas, maestra que sólo vive bien con la puerta abierta. Su misión es educar a las mujeres “que viven a pulmón, sin un salario fijo, sembrando, pescando, criando gallinas”, muchas de ellas solas, abandonadas por maridos que se han ido a beber y procrear bajo otro techo.
Aquí, los más mayores también creen en las sirenas, en el duende que roba niños y en el espíritu de las montañas al que pedían permiso antes de talar un árbol.
Los tawahka, como los otros pueblos de la Muskitia, vivían en armonía con la naturaleza. Hoy es más difícil. “El próximo 22 de julio cumpliremos 4.001 años”, asegura José Dixon, agricultor tawahka a bordo del pipante que cubre la ruta Krausirpi-Wampusirpi. No sabe quién empezó a contar años hace cuatro milenios, pero está seguro que el tiempo corre en contra de su pueblo. La presa Patuca III amenaza con rebajar aún más el caudal del río y sin río no hay vida para los pueblos de la Muskitia.
Las autoridades hondureñas prometen agua y recuerdan que el país necesita la energía para dejar de ser uno de los seis más pobres del mundo. Los pueblos de la Muskitia no se fían. ¿Por qué iba a hacerlo? “Como todos los pueblos indígenas, siempre quedamos marginados por los estados”, asegura Tito Sánchez, de la Federación Tawahka. “Tenemos problemas en todas las áreas –añade– y el más grande es el agua”.
Honduras no es un buen lugar para los defensores del medio ambiente y los derechos humanos. Mueren a tiros, igual que tantos ciudadanos que son víctimas del crimen organizado, las maras que asesinan a los jóvenes que prefieren ir por libre. Hay pocos países más violentos. El 2017 se cerró con 3.791 asesinatos, un 26% menos que en el 2016. Aún así, en Tegucigalpa (1,2 millones de habitantes) hay casi dos asesinatos al día. “Más de la mitad de estas víctimas son niños”, afirma Wilmer Vásquez, director de Coiproden, la coordinadora de las asociaciones dedicadas a la infancia. En un país donde la mitad de la población tiene menos de 18 años y el 70% menos de 30, Vásquez maneja con claridad científica los datos de la catástrofe: un millón de jóvenes fuera del sistema escolar y medio millón empleado en situaciones de extrema vulnerabilidad, base de un sistema que concentra el 90% de la riqueza en manos del 10% de la población. Por eso sostiene que no hay país más desigual y corrupto, y denuncia a la oligarquía militar, empresarial y religiosa que “ha secuestrado nuestros recursos y nuestra dignidad”.
Hablamos en la terraza de un hotel de Tegucigalpa, con vistas a los cerros de plata que atrajeron a los primeros colonizadores españoles. La Muskitia queda lejos pero está presente en la injusticia, la desigualdad, la corrupción y la violencia que narra Vásquez. También lo está ¿por qué no?, en su esperanza de un futuro mejor de la mano de una juventud más preparada .
Para los miskitos, sin embargo, parece que el pasado siempre ha sido mejor. Antes de la llegada de los europeos, por ejemplo, su idioma, muy descriptivo y poco abstracto, no tenía palabras para definir paz y libertad. ¿Qué necesidad tiene un pez de definir el agua, el medio que lo rodea y que se funde con su propio ser? Como no pudieron dar con una palabra que definiera paz, los miskitos armaron una definición: la ley de estar todos unidos –“kupia kumi laka”–, y en esto andan.