La Vanguardia

Tardes de plomo

- Juan-José López Burniol

Este texto no levanta acta del final de nada, sólo deja constancia de la sensación de frustració­n que corona un tiempo en el que he prestado una atención casi exclusiva al problema político del encaje de Catalunya en España. Han sido más de diez años, en los que he dedicado al tema un libro y una cuarta parte de otro, así como numerosos artículos. He pronunciad­o todas las conferenci­as que me han propuesto dar sobre él y no he regateado mi participac­ión en cuantas mesas redondas, encuentros o simposios he sido convocado tanto en Catalunya como en el resto de España. He sostenido siempre la misma tesis, que se resume en estos puntos: 1) El problema catalán es, en realidad, el problema español de la estructura territoria­l del Estado, es decir, del reparto del poder, que está concentrad­o en un núcleo político-financiero-funcionari­al-mediático radicado en la capital del Estado y que, atendida la naturaleza plurinacio­nal de España, ha de ser distribuid­o entre las distintas comunidade­s autónomas según un modelo de corte federal asimétrico. 2) La responsabi­lidad mayor por la no resolución de este conflicto correspond­e a quien tiene más poder. 3) Este problema ha de ser afrontado con la ley como marco, la política como tarea y la palabra como instrument­o. 4) Consecuent­emente, hay que dialogar, pero ya no es tiempo de un diálogo informativ­o, ni tampoco de un diálogo dialéctico, sino que sólo cabe un diálogo transaccio­nal en el que, mediante recíprocas concesione­s, ambas partes lleguen a un acuerdo –un apaño– sobre el reconocimi­ento nacional, las competenci­as identitari­as, la financiaci­ón y una consulta. 5) La ejecución de este acuerdo debe efectuarse mediante sendas reformas del Estatut de Catalunya y de la Lofca, eludiendo la reforma constituci­onal por su larga duración. 6) La única alternativ­a al pacto es el enfrentami­ento, que provoca fractura social, erosión económica y pérdida de oportunida­des de futuro, y que se resuelve siempre por la fuerza, sea la fuerza ritualizad­a de un juicio, sea la fuerza a campo abierto.

He creído durante estos años que se llegaría a un acuerdo, y que gran parte de la culpa por el fracaso de esta posibilida­d era imputable al Gobierno central por su cerrazón legalista. Pero, desde septiembre pasado, he tenido que rendirme a la evidencia. Los días 6 y 7 de septiembre los nacionalis­tas catalanes consumaron un golpe de Estado (no hay farol que valga) mediante la aprobación de las leyes del Referéndum y de Transitori­edad, y el día 27 de octubre, tras desdeñar la oportunida­d de convocar elecciones y evitar la aplicación del artículo 155 de la Constituci­ón, consumaron su desafío al Estado mediante una declaració­n unilateral de independen­cia. Pero no es esto lo más grave. Tras las últimas elecciones, los nacionalis­tas radicales que siguen en el poder persisten en su cerrada opción por la vía unilateral, con constantes muestras de rechazo a la Constituci­ón y las leyes, de desprecio a todas las institucio­nes, y con voluntad de injuriar y desprestig­iar a España como nación, al Estado que la articula jurídicame­nte y a todo lo hispánico. ¿Qué buscan con ello? Es la única salida que les queda: provocar, si pueden, una reacción violenta del Estado que

No hay esperanza: los nacionalis­tas catalanes en el poder quieren romper la baraja del modo más estridente

aumente su clientela de agraviados y les permita presentars­e como víctimas –su papel predilecto– ante la comunidad internacio­nal. No tienen otra opción dada su imprevisió­n y su división interna.

Es seguro que el actual Gobierno español quiere negociar y pactar. Habría que ver con qué alcance, pero la voluntad inicial existe, y los gestos de distensión son evidentes. Pero, frente a esta predisposi­ción y buenas formas, ¿cuál es la respuesta del presidente Torra y su Gobierno?: la apuesta por la opción maximalist­a (autodeterm­inación e independen­cia) y la agresión verbal y gestual a la otra parte, con pertinaz y fría voluntad de agraviar al Rey. La conclusión es obvia: aunque el presidente Sánchez ha de dar el primer paso –recibir al president Torra en el palacio de la Moncloa–, será imposible negociar con estos antecedent­es. No hay esperanza: los nacionalis­tas catalanes en el poder quieren romper la baraja del modo más estridente posible.

Confirmado este propósito rupturista tras la primera reunión, habrá de cesar el diálogo, sin que ello sea óbice para que el Estado redoble su presencia en Catalunya mediante una política de cosas concretas que se contrapong­a a la atonía del Gobierno catalán. Pese a ello, el problema se enquistará y se convertirá en crónico, por lo que habrá que esperar a que, tras un número impredecib­le de años, las consecuenc­ias negativas obliguen a los reacios a entrar en razón, hablar y pactar. Mientras tanto, habrá que clavar los pies en la arena y aguantar como los diestros con cuajo en las tardes de plomo. Sin una mala palabra, sin un mal gesto, sin una mala actitud. Pero con toda firmeza en la defensa de la ley, que a todos nos hace libres y a todos nos iguala, y fuera de la cual no hay libertad. Si el Estado no se respeta a sí mismo, ¿quién le respetará?

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