Mejor sin etiquetas
El hábito de adjetivar productos u obras, tan difundido en el mundo de la cultura, tiene sus contraindicaciones que llevan a Màrius Serra a preferir una distancia prudencial con este hábito: “La lógica que persigue es dar referencias al consumidor para conseguir fidelizarle y guiar su itinerario de consumo cultural. En eso, el cine fue pionero, creando los nuevos lugares comunes del siglo XX (thriller, fantasy, péplum) y los nuevos vínculos (de los creadores de X llega Y)”.
Las etiquetas son armas de doble filo. Tienen una innegable función sintética, que las hace útiles para periodistas y entomólogos, pero también son una medida reduccionista, que enjaulan al etiquetado en un espacio limitado. Las etiquetas son spot y cárcel a la vez. Hay gente que opta por autoetiquetarse antes de que le etiqueten los demás. Un ejemplo es el colectivo arco iris. En los noventa empezaron a hacer circular las siglas LGB (lesbianas, gays y bisexuales). Desde entonces, este acrónimo de etiquetas no ha parado de crecer a base de sumar etiquetitas. Al principio añadieron la T de transgénero, luego la I de intersexual y, cuando la cosa ya empezaba a salirse de madre (con perdón por la alusión heteromatriarcal), se sacaron de la manga la mejor de todas las etiquetitas, un verdadero comodín, un joker que sirve para denominar todas las identidades de género que aún nos queden por descubrir: el signo +. Un plus definitivo para el colectivo LGBTI+ que es una puerta abierta.
En el ámbito de la creación artística LAMG+ (literaria, audiovisual, musical, gráfica et alii) la etiqueta suele provocar dos reacciones: la rehúye el creador y la buscan tanto los productores como la crítica. La industria cultural suele considerar que etiquetar le ayuda a vender cualquier propuesta artística que pretenda comercializar. La lógica que persigue es dar referencias al consumidor para conseguir fidelizarle y guiar su itinerario de consumo cultural. En eso, el cine fue pionero, creando los nuevos lugares comunes del siglo XX (thriller, fantasy, péplum) y los nuevos vínculos (de los creadores de X llega Y), pero en la era digital todo el mundo se apunta a etiquetar. En eso, coincide con una determinada crítica, que lucha por etiquetar todo aquello que analiza, hasta llegar a extremos que parecen parodias. La crítica musical destaca en este campo, como si se hubiese contagiado de los –ismos poéticos de las vanguardias históricas, que caducaban muy de prisa, devorados por la siguiente etiqueta. Pienso en la roña de las etiquetas por culpa de una placa callejera. Cerca de la Via Laietana de Barcelona hay una placita dedicada a Emili Vilanova. En la placa que preside la plaza, el epígrafe que describe su actividad profesional me deja helado. Pone: “Escriptor costumista”. Costumbrista, sí. Vilanova fue un escritor del XIX coetáneo de Pitarra, escribió sainetes y prosas sobre Barcelona en un catalán colorido que hace poco recuperó Enric Cassany en su edición de las Escenes barcelonines (Proa, 2016). Claro que Vilanova escribió cuadros de costumbres, pero ¿de veras hay que adjetivarlo en una placa? ¿Hay algún otro escritor adjetivado en el nomenclátor barcelonés? ¿Se imaginan que cada vez que saliera por la tele un escritor (o un creador LAMG+) le adjetivasen en el subtitulado según su opción estética? La próxima vez que me pidan con qué etiqueta me presentan diré: “Escriptor desacostumat”.