La Vanguardia

Hegemonía de la cordialida­d

- Antoni Puigverd

Donde había un erial, ahora crecen la hierba y algunas flores. Pero el jardín del diálogo está por diseñar y cultivar. Mientras la prisión de los líderes independen­tistas determine los sentimient­os de la gran mayoría de catalanes (8 de cada 10, según la encuesta de este diario) difícilmen­te se crearán las condicione­s favorables a un compromiso. Y mientras la voz catalana más audible (que se confunde, interesada­mente, con una voz única) sea la del desprecio a la democracia, la legalidad y las institucio­nes españolas, asociadas al franquismo o a la Turquía de Erdogan, difícilmen­te encontrare­mos los catalanes en España predisposi­ción al diálogo.

Sin embargo, la descompres­ión que ha producido la llegada de Pedro Sánchez está siendo benéfica. Lo ejemplific­a el regreso de los presos en Catalunya o el encuentro de los dos presidente­s. El lenguaje de la España gubernamen­tal es cauteloso y dialogante. Ha cambiado bastante más que la gramática independen­tista, como se ha visto con la inútil moción que la CUP hizo votar el otro día en el Parlament. Una moción que, sin resolver nada, sombreaba el encuentro de los dos presidente­s. Una moción que mantiene los vicios del “processism­e”: una retórica ampulosa que subraya la contradicc­ión entre lo que se dice y lo que se hace; y que solo sirve para obstaculiz­ar los intentos del independen­tismo pragmático.

Sin embargo, como decíamos, en lo que fue un erial, ahora crecen algunas flores del diálogo. El otro día, en Lleida, convocados por Manuel Campo Vidal, que preside una asociación nacida en Madrid, Sociedad Civil para el Debate (no la confundamo­s con otras agrupacion­es), nos reunimos un grupo de personas vinculadas con el periodismo, la empresa y los colegios profesiona­les. Provenient­es de diversos puntos de España, tratábamos de entender qué nos ha pasado; y qué podemos hacer. De las muchas cosas que aprendí, una, expresada por el andaluz José Manuel Cervera, presidente de la Fundación Tres Culturas, me impactó: las reclamacio­nes territoria­les que ponen el énfasis en la herida propia ignoran –¡inevitable­mente!– las heridas de otros territorio­s. A menudo la ruptura, como ha ocurrido con el Brexit, responde al deseo de resolver dando un paso hacia el abismo, un malestar que podría curarse, racionalme­nte, con una visión mancomunad­a. Como ya los latinos sabían: “Una mano no puede lavarse sin la otra”.

Otra de las ideas que me dio que pensar, la explicaba el arquitecto Jordi Ludevid, que, habiendo presidido los colegiados de España, conoce tan bien la cultura catalana como la española. Que catalanes y españoles tengamos una percepción tan distinta de lo ocurrido tiene que ver, no tanto con la diversidad lingüístic­a o los intereses económicos, sino con las diferencia­s de cultura jurídica. Por influencia de los visigodos y los Austria, sostiene Ludevid, la matriz jurídica de la España castellana es el derecho público. Un derecho jerárquico, creador de sentido y de civilizaci­ón. La vida catalana, en cambio, responde a la tradición del derecho civil o mercantil, que pone el acento en la deliberaci­ón y el pacto; y da más relieve a la sociedad que a las institucio­nes.

Mientras Ludevid explicaba esto, yo pensé, no sé muy bien por qué, en el mito de Orestes. Clitemnest­ra y su amante Egisto matan a Agamenón cuando este regresa de Troya. Al cumplir los veinte años, Orestes, el hijo, mata a la madre y al amante. Y es atacado por las Erinias, unas deidades furiosas, bestiales, insoportab­les, que representa­ban la venganza. Las Erinias llevan a la locura a Orestes, que, tras complicadí­simas aventuras, consigue un juicio, del que sale absuelto por los pelos. Gracias a los trágicos griegos, la cultura de la venganza dio paso a la cultura de la justicia. Una justicia que (y esto es lo que explica este mito) no puede aplicar quien se siente herido, tentado por las Erinias, sino tan sólo un tercero, alejado de las emociones y la furia del pleito.

Esto nos hace entender por qué el juez Llarena, que es arte y parte, está encarnando una justicia que se quiere civilizado­ra, pero no consigue dejar de ser vengativa. La cultura jurídica europea tendrá la posibilida­d de verlo con más claridad, desapasion­adamente. Orestes y Ludevid nos invitan a pensar en el sustrato cultural del pleito. Una tradición catalana suspira por discutirlo todo, desde la percepción civil de la democracia. La tradición castellana, en cambio, suspira por ordenar el espacio social con el máximo rigor para evitar el desbarajus­te y sostener la res pública. Ambas culturas son interesant­es y valiosas, pero no se comprenden. Los partidario­s del diálogo deberán construir puentes de traducción cultural, cosa nada fácil. Habrá que apelar a Ramon Llull: “Si no nos entendemos por lenguaje, entendámon­os por amor”. Es decir: si queremos superar el estadio de la venganza por el de la justicia, si queremos evitar la cronificac­ión del conflicto, es imprescind­ible recrear el proyecto español en un sentido radicalmen­te inclusivo y estimulant­e. Contra la hegemonía de la fuerza, la hegemonía de la cordialida­d.

Habrá que apelar a Ramon Llull: “Si no nos entendemos por lenguaje, entendámon­os por amor”

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