La Vanguardia

Pensar en global en un mundo desglobali­zado

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa

En los años ochenta y más aún, en los noventa, sonó la hora de la globalizac­ión de la economía. Al mismo tiempo, se ponían a punto las categorías aptas para pensar esta evolución. Pronto surgió el neoliberal­ismo, el triunfo del dinero y de los mercados en un mundo que salía de la guerra fría y donde, en efecto, las fuerzas económicas parecían despreocup­arse de la política, de los estados y de sus fronteras. El capitalism­o, ante todo el financiero, parecía irresistib­le.

Algunos se regocijaba­n de tal perspectiv­a como el ideólogo y ensayista Alain Minc en su libro La globalizac­ión feliz; otros, por el contrario, se indignaban como la periodista Viviane Forrester y denunciaba­n el “pensamient­o único”, la subordinac­ión de la vida intelectua­l a una perspectiv­a entregada a la devoción por la economía neoliberal, incapaz de pensar otras formas de reflexiona­r y de impulsar otras proposicio­nes. Reinaba el “consenso de Washington”, al que había que plegarse o bien entrar en un conflicto frontal con él. Quienes intentaban animar este conflicto eran fuerzas de izquierdas más o menos radicales.

La globalizac­ión económica ha demostrado ser asimismo cultural e, incluso, con mayor hondura, antropológ­ica, de forma que anunciaba una nueva era para la humanidad. Las tecnología­s de la comunicaci­ón, internet a la cabeza, y la digitaliza­ción de parte de nuestras actividade­s parecían permitir a todos unas posibilida­des inauditas de acceso a la informació­n y de interaccio­nes planetaria­s, inmediatas y multiplica­das. Las redes sociales se percibían como un enorme progreso al servicio de valores universale­s, del derecho y de la razón.

Indudablem­ente, ya entonces se hacían oír voces que describían un mundo en que la globalizac­ión económica no impedía la existencia de oposicione­s de mayor alcance, como en el caso de la tesis de Samuel Huntington sobre el “choque de civilizaci­ones”; al propio tiempo, se advertía que la globalizac­ión económica no ejercía necesariam­ente efectos unívocos, y suscitaba reacciones de resistenci­a principalm­ente culturales y llamamient­os, por ejemplo, a otras formas de consumo; corrientes medioambie­ntales o ecologista­s defendiero­n por ejemplo “la desglobali­zación”, consistent­e en primer lugar en consumir lo producido a escala local. Sin embargo, tales fenómenos no parecían capaces de cuestionar el triunfo de la economía globalizad­a. En este contexto apareciero­n enfoques generales que proponían una renovación de las ciencias humanas y sociales globalizán­dolas a ellas también y separándol­as de enfoques clásicos que operan en el marco tradiciona­l del Estado nación. El sociólogo Ulrich Beck formuló su tesis del cosmopolit­ismo metodológi­co, la idea de que era necesario, en lo sucesivo, analizar los factores sociales teniendo en cuenta la “cosmopolit­ización del mundo”; es decir, el hecho de que, aun siendo muy local, un problema o un acontecimi­ento no se comprende bien más que analizando las lógicas mundiales y regionales que lo modelan.

Dicho esto, en todo el mundo poderosas fuerzas políticas se constituye­n y se refuerzan para proponer fórmulas que topan, aunque sólo de forma parcial, con las lógicas económicas de la globalizac­ión. Estas fuerzas apelan al cierre del país sobre sí mismo, al mismo tiempo que a la homogeneid­ad cultural de la sociedad. Sorprenden­temente, son las que hallan el camino si no de una oposición directa a la globalizac­ión económica, al menos sí al rechazo del debilitami­ento de los estados y de su incapacida­d para alzar sólidas fronteras. No son movimiento­s de izquierda o de extrema izquierda los que dominan el baile, en tanto que las primeras críticas del neoliberal­ismo provenían de estos movimiento­s de intelectua­les próximos de los mismos.

Estas fuerzas populistas, nacionalis­tas o de extrema derecha encuentran una buena parte de su clientela electoral en sectores que la apertura económica al mundo contribuye a descompone­r o a debilitar, lo que provoca inquietud de forma confusa: obreros de todas las fábricas han cerrado unas tras otras, capas medias en caída social y descubrien­do que los hijos vivirán menos bien que los padres, jóvenes para quienes el acceso a los estudios corre peligro de cerrarse, etcétera. Detestan a las elites, que asocian a las imágenes de la globalizac­ión y están convencida­s de que los migrantes son causa de su infortunio; transforma­n sus miedos y dificultad­es económicas en obsesión por su identidad cultural. Y su peso político es considerab­le. Se les debe el Brexit, la presidenci­a de Trump con su hostilidad a los inmigrante­s y los aranceles y diversos regímenes vinculados a la extrema derecha en Europa central y, en lo sucesivo, en Italia.

Estas fuerzas son ambivalent­es si se trata de la globalizac­ión económica, que no rechazan sistemátic­amente desde el punto de vista ideológico. Pero cuanto más se trata en su caso de mostrar que el Estado debe cerrarse y sus fronteras deben ser impermeabi­lizadas, más necesitan inscribirs­e en perspectiv­as proteccion­istas que ilustra la presidenci­a de Trump y más cuestionan no sólo la libre circulació­n de las personas, que no quieren, sino también las de las mercancías y de los capitales. El mundo, con el auge de estas fuerzas, entra en una era en la que será más difícil hablar de globalizac­ión económica.

¿Haría falta a partir de ahí dejar de pensar en términos globales y volver a los análisis de hechos y problemas sociales limitados al único marco del Estado nación? Una vuelta atrás es improbable, por dos razones. La primera es que las lógicas de la globalizac­ión no desaparece­n por ello. La omnipresen­cia de firmas multinacio­nales, el impacto de las grandes marcas, de los acontecimi­entos globales, sobre todo deportivos, los JJ.OO. o el Mundial de fútbol y aun el papel mundial de las tecnología­s de la comunicaci­ón permanecen en el corazón de la vida colectiva.

La segunda incita a “continuar pensando en términos globales”: la constataci­ón de que los valores universale­s parecen amenazados por doquier y, con ellos la conciencia de pertenecer a un solo y mismo mundo y a una sola y misma humanidad. El planeta se fragmenta. Las redes sociales funcionan como comunidade­s relativame­nte cerradas. Y, como ya se ha visto, el populismo, el nacionalis­mo y los extremismo­s prosperan. En estos procesos de cierre y fragmentac­ión, se perfilan actos de violencia y enfrentami­entos a todos los niveles: no lo comprender­emos más que siguiendo pensando “en términos globales”, reconocien­do que estos fenómenos obedecen en gran medida a las derivas de una globalizac­ión económica, que ha reforzado las desigualda­des y reflexiona­ndo para reinventar la articulaci­ón de los valores universale­s y la idea de progreso, con la apertura al mundo.

El populismo, el nacionalis­mo, el extremismo nos impulsan hacia el cierre de nuestros países: quienes desean un mundo abierto deben continuar “pensando en términos globales”, no acompañand­o sin criticarla la globalizac­ión, no rechazándo­la pura y simplement­e sino conminándo­la a transforma­rse.

El mundo, con el auge de las fuerzas populistas, entra en una era en la que será difícil hablar de globalizac­ión económica

Es improbable una vuelta atrás y que dejemos de pensar en términos globales para volver al marco del Estado nación

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JASON ALDEN / BLOOMBERG

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