El otro modelo Barcelona
La pasada ha sido una semana de mensajes contradictorios sobre el presente y el futuro del turismo en Barcelona. Por un lado, los hoteleros se quejan de que sus establecimientos no se llenan como en años anteriores y acusan al Ayuntamiento de pasividad ante la oferta ilegal de alojamiento. El mismo día, jueves, (¿quién dijo contraprogramación?) el gobierno de Ada Colau asegura que ha conseguido cerrar 2.355 pisos en dos años (nos quedamos con las ganas de saber cuántos más han abierto en ese tiempo). Algo no cuadra.
Uno decide hacer el titánico esfuerzo de abandonar el confort del aire acondicionado de la redacción y la gratísima compañía del equipo de guardia del fin de semana y cruzar la frontera psicológica de la plaza Catalunya un sofocante mediodía de julio. Se trata de comprobar de una manera nada científica si, efectivamente, Barcelona está comenzando a perder atractivo, si cada vez hay menos forasteros por el Port Vell, la Barceloneta, la Rambla, el Gòtic. Puede que sea cuestión de percepciones, de momentos, pero la primera respuesta es rotundamente negativa. Alguien tendrá que explicar cómo es posible que las calles del centro de la ciudad y las que desembocan en el mar rebosen tanta humanidad en bermudas y chancletas si los turistas, como apunta Jordi Clos, ya no van tanto a los hoteles y si, como sugiere la incansable concejal Janet Sanz, tienen cada vez menos opciones de alojarse en la casa del vecino.
El empoderamiento absoluto de Ciutat Vella por el turismo de masas ha propiciado la aparición de una economía sumergida que aprovecha esa tolerancia con el negocio ilícito tan genuinamente barcelonesa para desvalijar a los incautos visitantes –podemos pensar que, en definitiva, ese es su problema– y para convertir el espacio público en una pista llena de obstáculos. Aquí resulta casi imposible no tropezarse, salvo que la diosa Fortuna o el ángel de la guarda te acompañen, con un muestrario infinito de artilugios rodantes, buscavidas, artistas a los que uno se imagina participando en un talent show televisivo. Por no hablar del ejército multinacional de manteros que, desde hace un par o tres de años, se ha empeñado en colorear el pavimento con esos enormes pareos de playa que ya han provocado más de un altercado entre grupos de vendedores ambulantes que no están dispuestos a ceder al competidor los mejores metros cuadrados del disputadísimo paseo Joan de Borbó.
Comparando con otros veranos lo que más llama la atención este año es el crecimiento exponencial del parque móvil de bicitaxis. Primero aparecieron, con todas las de la ley, registrados, asegurados, logotipados y tipografiados. Pero en los últimos meses se ha desarrollado una amplísima oferta de rickshaws que responde a ese otro modelo Barcelona en el que no
Hay una amplia oferta de bicitaxis que obedece a ese modelo Barcelona en el que no existen ni impuestos ni multas
hacen falta papeles, ni marcas, ni matrículas, ni pagar impuestos ni multas. Los hay pintados de blanco, de verde, de naranja, de marrón. Aceptan el regateo y no es extraño que ofrezcan descuentos, promociones y servicios extras. Si todavía no tienen claro de qué estamos hablando porque no frecuentan esos barrios no tienen más que acercarse al Pas de Sota Muralla y observarlos estacionados mientras sus tripulantes –por lo general individuos de presencia inquietante, horas de gimnasio y aspecto de haberse curtido en mil batallas– esperan clientela, o circulando a toda velocidad (como bien explica el amigo Raúl Montilla en estas páginas, aquí hay trucaje) por la acera o expulsando ciclistas del carril bici. Son tan y tan visibles que sorprende que pasen desapercibidos, que se transparenten sólo a los ojos de los guardias urbanos.
Es probable que en los próximos días nos informen de que el fenómeno va a la baja, de que docenas de bicitaxis ilegales han sido intervenidos y que hasta se han impuesto algunas sanciones. Una vez más deberemos hacer un acto de fe.