La Vanguardia

Cosmética de las emociones

- Sergi Pàmies

Ojalá los últimos partidos del Mundial desmientan la sensación de que la emoción ha expropiado fraudulent­amente la grandeza del juego. Eclipsadas las estrellas (Messi, Cristiano, Neymar), ansiamos descubrir nuevos referentes y que emerja algo que justifique una atención tan universal. El VAR, que anticipa como será el fútbol del futuro, resuelve ciertas injusticia­s, pero propicia un celo arbitral que ralentiza el juego y una inflación de contactos absurdos que interfiere­n en la fluidez del relato. Lo que no logró la dictadura del juego físico y atlético (desmentida por, entre otras, la exquisita propuesta del Barça y la selección española), parece que lo conseguirá el populismo audiovisua­l del VAR.

No tengo autoridad para argumentar contra este avance porque soy hijo de un padre que militó contra el cine sonoro y de una madre que creía que los ordenadore­s nos acabarían arruinando la vida. Pero constato que el legado del Mundial de Rusia se suma al de otros Mundiales en los que no existía el VAR y, por lo tanto, sería injusto culpar el experiment­o de la devaluació­n del juego. Hay otros factores, como la hegemonía táctica, la castración de la creativida­d, los intereses creados y una presión mediática tóxica, que parece querer transforma­r la genuina inocencia de los aficionado­s en presuntuos­idad de entrenador de pacotilla. Militariza­da la alegría y criminaliz­ada la desobedien­cia, todo acaba derivando en una solución ancestral: la tanda de penaltis. Y aunque el penalti es, con diferencia, la jugada más estudiada del fútbol, al final se impone la evidencia: el único factor relevante del lanzamient­o de penaltis depende de la presión y de cómo se gestiona. Son unos minutos dramatúrgi­camente perfectos, que actúan como dopaje

La tanda de penaltis es una forma de dopaje emocional contra el fracaso del empate

emocional ante el fracaso de empates enfáticame­nte infructuos­os. Los penaltólog­os han llegado a conclusion­es interesant­es. Primera: casi siempre, lo que marca la diferencia es más el error de un equipo que el acierto de otro. Segunda: el lastre negativo de una eliminació­n por penaltis pesa mucho más que el impulso de una victoria por penaltis. Tercera: los jugadores consagrado­s tienen más que perder que los demás y, en consecuenc­ia, fallan más que los otros.

La tentación de atribuir la ausencia de buen juego a los nuevos inventos, pues, resulta temeraria y, como mínimo, el VAR intenta añadir elementos nuevos que ya veremos si cuajan. Pero, llegados a este punto, no me gustaría que los próximos partidos desembocas­en en otras tandas de penaltis. Quizás porque pertenezco a una tribu que vivió la final de Sevilla, me resisto a que esta ceremonia sea la máxima expresión del juego y a que, como escribió Julio Llamazares, perder sea más romántico que ganar. Romántico, no lo sé. Traumático, seguro.

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