Cosmética de las emociones
Ojalá los últimos partidos del Mundial desmientan la sensación de que la emoción ha expropiado fraudulentamente la grandeza del juego. Eclipsadas las estrellas (Messi, Cristiano, Neymar), ansiamos descubrir nuevos referentes y que emerja algo que justifique una atención tan universal. El VAR, que anticipa como será el fútbol del futuro, resuelve ciertas injusticias, pero propicia un celo arbitral que ralentiza el juego y una inflación de contactos absurdos que interfieren en la fluidez del relato. Lo que no logró la dictadura del juego físico y atlético (desmentida por, entre otras, la exquisita propuesta del Barça y la selección española), parece que lo conseguirá el populismo audiovisual del VAR.
No tengo autoridad para argumentar contra este avance porque soy hijo de un padre que militó contra el cine sonoro y de una madre que creía que los ordenadores nos acabarían arruinando la vida. Pero constato que el legado del Mundial de Rusia se suma al de otros Mundiales en los que no existía el VAR y, por lo tanto, sería injusto culpar el experimento de la devaluación del juego. Hay otros factores, como la hegemonía táctica, la castración de la creatividad, los intereses creados y una presión mediática tóxica, que parece querer transformar la genuina inocencia de los aficionados en presuntuosidad de entrenador de pacotilla. Militarizada la alegría y criminalizada la desobediencia, todo acaba derivando en una solución ancestral: la tanda de penaltis. Y aunque el penalti es, con diferencia, la jugada más estudiada del fútbol, al final se impone la evidencia: el único factor relevante del lanzamiento de penaltis depende de la presión y de cómo se gestiona. Son unos minutos dramatúrgicamente perfectos, que actúan como dopaje
La tanda de penaltis es una forma de dopaje emocional contra el fracaso del empate
emocional ante el fracaso de empates enfáticamente infructuosos. Los penaltólogos han llegado a conclusiones interesantes. Primera: casi siempre, lo que marca la diferencia es más el error de un equipo que el acierto de otro. Segunda: el lastre negativo de una eliminación por penaltis pesa mucho más que el impulso de una victoria por penaltis. Tercera: los jugadores consagrados tienen más que perder que los demás y, en consecuencia, fallan más que los otros.
La tentación de atribuir la ausencia de buen juego a los nuevos inventos, pues, resulta temeraria y, como mínimo, el VAR intenta añadir elementos nuevos que ya veremos si cuajan. Pero, llegados a este punto, no me gustaría que los próximos partidos desembocasen en otras tandas de penaltis. Quizás porque pertenezco a una tribu que vivió la final de Sevilla, me resisto a que esta ceremonia sea la máxima expresión del juego y a que, como escribió Julio Llamazares, perder sea más romántico que ganar. Romántico, no lo sé. Traumático, seguro.