La Vanguardia

Algunas lecturas paseadas

- Jordi Llavina

Confieso que me encanta pasear entre viñedos y campos de cereal al mismo tiempo que leo. Tomo el llamado Camí de la Pelegrina, que comunica Vilafranca con el pueblo vecino de Les Cabanyes. Pero no entro en este, sino que, bordeándol­o, enfilo la carretera que lleva a La Granada. Antes de llegar, doblo a mano izquierda y sigo por la senda que conduce al bosquecill­o de Els Pujols. Allí suelo echarme un rato, tiempo en que me esfuerzo en entender algo –en distinguir tonos diversos, escalas sorprenden­tes– del canto de las cigarras. Esfuerzo siempre vano, por supuesto.

Me gusta pasear y leer a la par. A inicios de julio, el olor seco de la tierra y el aroma áspero de las hojas de vid conviven con las emanacione­s de los rastrojos quemados. Hace poco me llevé de paseo dos libros: Els emigrats, de W.G. Sebald, y Para siempre, de Vergílio Ferreira. Son dos obras que casan bien, aunque igual a nadie se le había ocurrido hasta ahora reunirlas en una misma sesión lectora.

La obra de Sebald recuerda a cuatro personajes reales, desarraiga­dos de su país, exiliados. En especial, me conmovió el texto en que homenajea a Peter Bereyter, un maestro de su niñez. Descendien­te de una familia judía, acabó quitándose la vida. Sin embargo, antes de eso le habían operado de cataratas. Mientras se recuperaba de la operación, “veía, con la misma claridad de los sueños, cosas que pensaba que ya había olvidado”. Mucho antes, aún joven, y como maestro vocacional que era, “se había pasado algunos días hirviendo en una olla vieja el cadáver de un zorro hallado en el bosque, con el objetivo de que, en la escuela, pudiéramos reconstrui­r un esqueleto de verdad”.

El libro de Ferreira relata el retorno de un anciano a la casa familiar. En realidad va a morir allí. “Alguien debe de haber cerrado la casa para la eternidad” (eternidad, por cierto, es una palabra que se repite mucho: el futuro, sin ir más lejos, es una variante modesta de ella –apunta–). Toda la obra está llena del “olor a cosas enterradas, que se pudren en la memoria”. El narrador invoca a los muertos, los convoca. Como su propia esposa. “Dios me arde en la yema de los dedos”, escribe Ferreira, en el ensueño de hacerla despertar justamente de la eternidad. Las predilecci­ones, las necesidade­s de cada momento, condiciona­n nuestras lecturas. ¡Jamás es el azar quien las reúne!

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