Los abrillantadores del calzado
No hace tantos años que los limpiabotas desaparecieron del paisaje. Esta fotografía está fechada en 1964 y ya vemos que la presencia era potente. En efecto, cinco a la espera de cliente, más el que aparece recortado en primer plano entregado a la tarea de que esos zapatos acaben lo más relucientes posible.
Están apostados en un punto neurálgico: ante el querido café Zurich.
Un grupo semejante se formaba también en la cabecera de La Rambla, cerca de la fuente de Canaletes. El lugar estaba bien escogido: muchos paseantes y turistas; esos foráneos venían de países en los que este servicio no existía y de ahí que encontraran pintoresco concederse este gusto barato y curioso.
Un Hemingway muy pasado por España, afirmaba con seguridad que eran los mejores limpiabotas del mundo. ¿Una de sus bravatas?, pues no era asiduo de un servicio que tiene algo de coquetería.
El sabio doctor Gregorio Marañón había precisado en uno de sus ensayos liberales que “un calzado desastrado indica falta de vanidad erótica”. ¿Sigue vigente ese diagnóstico?
En tiempos, no pocos establecimientos que se preciaban disponían de su limpiabotas fijo, ya fuera un bar o una peluquería.
Hubo una época de oro en este oficio, cual fue el que merecía el nombre de salón. Y en cierto modo lo era. Recuerdo el que en la posguerra había frente al hotel Ritz, al costado del afamado y popular restaurante El Canario de La Garriga. Las butacas, que serían unas cinco, estaban montadas sobre una tarima. Resultaba vistoso observar la profesionalidad que exhibían. Alguno de ellos solía llamar la atención al pasarse el cepillo de una mano a la otra a toda velocidad, lo que hacía resonar un chasquido al pegar la madera en el hueco prensil de la mano contraria.
El que fue quizá uno de los últimos estaba en el chaflán de la rambla Catalunya y València. Era monoplaza, obligado por su angostura.
El mago más famoso de nuestra historia, Fructuós Canonge, había sido limpiabotas en el plaza Reial. Tanto encandiló a Isabel II en el curso de una invitación a palacio, que al dejar extasiada a la Reina con sus trucos, se atrevió a pedirle que aquel puesto de limpiabotas lo declarara fijo, libre de impuestos y a nombre de su hermano. Y se lo concedió.
Canonge era un vendedor nato: para ganarse al público se untaba la lengua con un betún marca de la casa, para así mostrar sus bondades, al tiempo que con su pico de oro también ganaba clientela.
Uno de los últimos que he visto apostado en la calle fue entre Ràdio Barcelona y el Bracafé, en la calle Casp. Era simpático, comedido en la conversación y discreto.
Mundo de ayer.
.JOSEP POSTIUS / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA
Un calzado desastrado indica falta de vanidad erótica, sentenció el doctor Marañón