El cuarto poder oxidado
Estamos en tiempos de cambio. La palabra renovación es la más invocada los últimos meses. En la esfera política, la moción de censura, las primarias en el PP o los movimientos dentro del independentismo fortalecen esta sensación de cambio. El tiempo dirá si también es de mejora o más cosmética que real. También hay vientos de cambio, por fin, sobre el papel que las mujeres debemos ocupar en la sociedad, y deseos de renovación en el acceso a los cargos públicos, la protección de nuestros cuerpos o, incluso, un encendido debate en torno a la lengua que refleja, como un espejo, la sociedad que describe. Mientras, otros sectores son totalmente impermeables a la palabra de moda. La judicatura, por ejemplo, y sobre todo sus órganos de gobierno, son graníticamente resistentes al cambio. Ni se amplía el número de mujeres que ocupan altas responsabilidades (a pesar de ser mayoría las magistradas y juezas), ni parecen muy dispuestos a escuchar a la sociedad que juzgan. La forma como han afrontado las críticas a la sentencia de La Manada lo demuestra. La sensibilidad que hubo, por ejemplo,
Si no hay medios que amparen a los periodistas, las fábricas de mentiras interesadas se harán con el control de la información
durante la transición para no aplicar las leyes franquistas, divorciadas de una sociedad en tránsito, ha desaparecido, ahogada por el inmovilismo.
Pero el objetivo de esta columna quería ser la autocrítica. Porque este mismo inmovilismo y falta de recambios se vive en los medios de comunicación, sobre todo los más tradicionales. Mientras el llamado cuarto poder se convulsiona, a medio camino de la tradición y la digitalización, entre el papel y la web, el micrófono y el podcast, la programación y la libertad online, el bosque de la incertidumbre nos oculta el Santo Grial del periodismo. En el siglo XXI la credibilidad y la verdad serán cruciales. Estamos en este momento en una encrucijada. Tenemos acceso, como nunca en la historia de la humanidad, a enormes cantidades de mentiras y verdades. El gran dilema es cómo distinguirlas.
Si no hay negocio que los sustente, los medios desaparecen. Pero si no hay medios que amparen a los periodistas, las fábricas de mentiras interesadas se harán con el control de la información. Somos más necesarios que nunca, pero ¿estamos preparados para cambiar y hacer las cosas de otra manera? Muchos de los medios que nacieron con la democracia están pagando ahora las deudas de haberse acercado demasiado al poder, de depender de los bancos, de subvenciones o connivencias que desvirtúan su labor y que les fosilizan. Columnistas que viven en el pleistoceno continúan teniendo carta blanca, premiados por oscuros favores hechos en tiempos pretéritos. Y el modelo se repite en el presente, con nuevos literatos que hablan en nombre de nuevas formaciones que repiten el esquema de la connivencia con el opinador hasta la náusea.
El de periodista, como el de juez o político, es un viejo oficio. Y sólo sobrevivirá si continua siendo necesario para la sociedad que le acoge. Espero que no olvidemos las raíces, contar la verdad contrastada con el mínimo número de palabras, y afrontemos el futuro sin miedo. Si el video no mató a la estrella de la radio, ni las webs de posverdades ni los trols de Twitter han de poder acabar con nosotros.