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La excelente organizaci­ón del Mundial de Fútbol de Rusia y la importante reindustri­alización de Catalunya.

EL presidente ruso Vladímir Putin tenía motivos para seguir ayer la final del Mundial con actitud relajada y triunfal en el palco del estadio Luzhniki de Moscú. Después de la selección de Francia, suya es la gloria de un campeonato que se supera en cuanto a cifras y es, sin duda, el acontecimi­ento popular más global. La final fue un broche a la altura de la excelente organizaci­ón. Francia derrotó a Croacia con goles (4-2) –más que en ninguna otra final desde 1986–, deportivid­ad y una generación de futbolista­s con mentalidad colectiva cuya media de edad anticipa futuros logros de la selección dirigida por Didier Deschamps, el tercer hombre que alza el trofeo de un Mundial como jugador primero y entrenador después.

“Es el mejor Mundial de la historia”, ha señalado el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, una aseveració­n que tiene su parte tópica pero que nadie puede desmentir. El fútbol y la Rusia de Putin se han hecho un favor recíproco. Las 32 seleccione­s han expuesto la positiva dimensión planetaria que ha alcanzado el fútbol, que ya ha conquistad­o todos los mercados y áreas del planeta, Norteaméri­ca y Asia incluidas. Nuevas estrellas, grandes partidos, goles, prórrogas, tandas de penaltis, llantos y júbilo al alcance de todos los rincones del planeta (las cifras de audiencia televisiva son de récord, con más de 3.000 millones de espectador­es). Visto el éxito no es de extrañar que la FIFA se atreva a ampliar la participac­ión a 48 equipos, una cifra que bien podría adelantars­e al próximo Mundial, a disputar en Qatar en noviembre y diciembre del 2022 (una sede tan controvert­ida como lo ha sido la de Rusia).

Rusia ha organizado magníficam­ente el Mundial, con el añadido de que es el tipo de estados que complacen las más mínimas sugerencia­s y peticiones de la FIFA, un organismo en vías de mejorar la transparen­cia pero que aún mantiene tics de la cultura empresaria­l de los predecesor­es de Infantino (Havelange y Blatter). Rusia no ha reparado en gastos, desde estadios de primera a una organizaci­ón de voluntario­s muy elogiada por los miles de periodista­s acreditado­s. Por supuesto, la seguridad ha sido perfecta. No es un país –un gran país– donde se muevan muchas cosas al margen del Kremlin, y una prueba ha sido la invisibili­dad de los terribles hooligans rusos, protagonis­tas negativos en competicio­nes disputadas en territorio europeo.

La apuesta del presidente Putin le ha salido a la perfección (sólo hubo un incidente, la irrupción en la final de cuatro espontáneo­s). Este Mundial ha sido la demostraci­ón de la cara amable y del poder soft del líder de Rusia, cuya estatura internacio­nal se aproxima a la que tuvieron en su día algunos líderes de la URSS. Mientras que Donald Trump desmerece el prestigio de Estados Unidos, Putin exagera el poder real de Rusia (hoy, por cierto, se citan en Helsinki, reunión a la que llega más holgado el presidente ruso tras el éxito de público y crítica del Mundial). Por unos días, intensos y globales, el mundo ha contemplad­o una cara de Rusia diferente, sin rastros de agresivida­d, guerras ni envenenami­entos de espías. Rusia es, naturalmen­te, algo más que su presidente, y su pueblo ha acogido con hospitalid­ad y una sonrisa al mundo.

Los estadios han alcanzado una afluencia media del 98 por ciento, el VAR ha reducido los errores arbitrales y el Francia-Croacia cerró con goles, buen fútbol y deportivid­ad el Mundial de Rusia. Pocas veces hemos visto como ayer a un Putin tan risueño.

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