La Vanguardia

Marianazgo o aznarato

- Joana Bonet

Esa sensación de normalidad que ha querido transmitir Mariano Rajoy regresando a su viejo oficio ofrece lecturas dispares. Hay algo encantador y literario en la figura de un hombre que pasa de ocupar la Moncloa durante siete años a vivir de lunes a viernes en un hotel de cuatro estrellas con vistas al puerto deportivo de Alicante. Es evidente la quemazón de la herida, así como la férrea voluntad de abandonar la política como se deja una droga dura. Ni presidenci­a del partido, ni Consejo de Estado, ni fundación, ni conferenci­as bien remunerada­s con traducción simultánea. Rajoy ha querido romper con su propia historia de una forma tan radical que la lógica parece responder a la del tipo que superó su propia ambición y sólo desea ser pasado.

Tras su paso atrás, parecía que el Partido Popular, urgido por la ascensión naranja, iba a aprovechar la ocasión para abrir ventanas en Génova y renovar el aire, y, en cambio, según han ido transcurri­endo las semanas nos ha hecho viajar por un túnel del tiempo con una irreal sensación de déjà-vu. Los populares han detestado siempre el desconcier­to, aunque vivan desde hace años instalados en él por

La gran asignatura pendiente: redefinir un PP reventado por la corrupción y reorientar su brújula

culpa de sus tesorerías. Dos de los guardianes de las esencias peperas, líderes históricos en cuyos mandatos camparon a sus anchas las tramas Gürtel y Púnica, Aznar y Aguirre, han mostrado estos últimos días su alergia a los cambios y han querido ejercer de padrinos del novio, quien, homenajean­do a Josemari, declaró que habla gallego en la intimidad.

Lejos de reforzar la idea original de un partido conservado­r, unido, centrado y unívoco, despiadado con los adversario­s, las primarias del PP han demostrado que hoy por hoy es todo lo contrario: un partido dividido hasta el enconamien­to, con distintas facciones y modelos. De la eterna enemistad personal de Sáenz de Santamaría y Cospedal, pasando por el viejo rockero Margallo –cuyo principal propósito ha sido impedir la victoria de Soraya– y hasta el enfrentami­ento entre la gestión experiment­ada que encarna la exvicepres­identa marianista y el bastión de la sacrosanta ideología de “libertad, unidad de España, familia y seguridad” en que se ha convertido Pablo Casado. Ella llegó hace veinte años al partido como asesora, meritocrac­ia en vena. Y tiene el horizonte judicial despejado, mientras que él ha sido alumno aventajado en convalidac­iones. Pero, incluso si la papeleta de la elección del nuevo líder se solventara sin debate ni bronca, esa proeza sólo retrasaría la gran asignatura pendiente: redefinir un PP reventado por la corrupción y reorientar su brújula, a fin de no acabar canibaliza­dos por sus más directos competidor­es en el nicho liberal-conservado­r. Sin esa reflexión, y sin cambiar las estampitas de su santoral, ya pueden aplicarse la lección del maestro Churchill: “La política es más peligrosa que la guerra, pues en ella sólo se muere una vez”.

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