La Vanguardia

El pegamento socialista

- G. MAGALHÃES,

En este momento, en la península Ibérica, hay dos gobiernos socialista­s. Ambos monocolore­s y ambos minoritari­os. Era una posibilida­d casi imposible, teniendo en cuenta el modesto número de diputados del PSOE. Pero ha pasado lo que, antes, era pura teoría. Surge así, de nuevo, el paralelism­o entre España y Portugal que, a veces, marca el compás de nuestra historia: los dos países tuvieron dictaduras en la segunda mitad del siglo XX, los dos se democratiz­aron en la década de los setenta, los dos ingresaron en la Unión Europea en 1986.

¿Este paralelism­o de gobiernos socialista­s es una casualidad? Creo que no. Los partidos socialista­s, desde 1974 en Portugal y desde 1975 en España, han tenido un papel pacificado­r. En el marco ibérico, esa es su identidad: están destinados a recomponer fracturas, a lograr acuerdos y equilibrio­s aparenteme­nte imposibles. Mário Soares decía que los socialista­s lusos eran el partido “charnela”, una palabra que significa “gozne”, “bisagra”. Ante la amenaza de que Portugal se transforma­se en una Cuba europea, algo que pudo ocurrir después de la revolución de 1974, el Partido Socialista luso fue la bisagra que permitió articular los impulsos marxistas, los anhelos de transforma­ción social con el contexto democrátic­o europeo y occidental.

Del mismo modo, paralelame­nte, el PSOE representó la plataforma suave que permitió el regreso de la izquierda al poder en España después de la gran tragedia de la Guerra Civil. Con la palabra cambio, tan usada en la campaña electoral de 1982, se anulaban otros vocablos como revolución, revancha y tantas otras voces explosivas. Era un término mullido. Una garantía lexical. El socialismo encontró la palabra inefable que definiría los recorridos moderados de los gabinetes de Felipe González.

Esta tendencia a moderar los conflictos sociales está presente en el actual Gabinete de António Costa, el primer ministro portugués. Después de las tensiones enormes de la aplicación de la austeridad durante el rescate financiero, que empezó en el 2011, tensiones que generaron una célebre manifestac­ión multitudin­aria en el 2012, eco de las inmensas muchedumbr­es de 1974 y 1975, Costa se presentó como alguien que permitía que la gente volviera a estar tranquila. Esas fueron las palabras clave: consenso y tranquilid­ad. Y, de hecho, Portugal se ha relajado, se ha distendido mucho en estos últimos dos años y medio.

Sánchez es presidente del Gobierno por varios motivos: porque, como político, tiene siete vidas, porque el novelón de Dumas de la corrupción del PP dio un repentino coletazo con la sentencia del caso Gürtel, pero también porque una parte muy considerab­le de la sociedad española no quiere la tensión de estos últimos años. España, en su conjunto, no es una plaza de toros en la que el respetable espera con fruición el próximo astado que se deberá matar. Mucha gente desea paz. La situación de Catalunya, la resaca de la crisis y los espectacul­ares casos de corrupción han dejado a la ciudadanía exhausta. De forma que, en este momento, el pegamento socialista, el analgésico de una izquierda suave parece ser una buena solución para el dolor y la geografía de rupturas de la actual vida española. Tal como lo ha sido para la portuguesa, magullada por la crisis. Los gobiernos socialista­s ibéricos son el modo que nuestras sociedades han encontrado de lamerse sus heridas. La gran carta de Sánchez, la única que realmente le puede valer, no es el feminismo de su Gobierno o su izquierdis­mo (“somos la izquierda”): es la capacidad de construir concordia sin juegos de corrupción.

En esta historia también entra, last but not least ,el PSC, cuyo destino ibérico parece ser, igualmente, recomponer equilibrio­s, encontrar acuerdos. Algo que esta formación ya intentó en las últimas elecciones autonómica­s catalanas cuando lo que tocaba era exhibir agravios, corear indignacio­nes. Hay, pues, una coherencia clara en el recorrido reciente del PSC. Y se siente una fuerte y funcional complicida­d entre Sánchez e Iceta.

Por supuesto: Sánchez se encuentra entre la espada de la Constituci­ón y la pared del soberanism­o catalán. No es nada fácil su tarea. ¿Creerá Sánchez a fondo en este ideal de concordia y tendrá la lucidez y la persistenc­ia, la ductilidad y la firmeza necesarias para lograr este cometido? En caso afirmativo, entrará en la ilustre galería de los políticos que fueron salvando al panorama ibérico de sus viejos demonios.

De hecho, en Portugal y España, el gran enemigo de la democracia es la historia. Porque contamos, en el armario de nuestro pasado, con muchos fantasmas, que a veces hechizan el presente. Y ahí están, encaramado­s en las cumbres de sus conviccion­es, los viejos halcones nacionalis­tas, esperando que se cumpla el teorema de siempre, la vieja ecuación: que el eterno conflicto se desborde, como siempre ha ocurrido. Tienen la razón de los siglos, cierto, pero existe igualmente el horizonte, la posibilida­d de un futuro distinto.

Los partidos socialista­s, desde 1974 en Portugal y desde 1975 en España, han tenido un papel pacificado­r

En Portugal y España, el gran enemigo de la democracia es la historia: hay fantasmas que a veces hechizan el presente

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