La Vanguardia

La voz interior

- Daniel Fernández

En uno de sus Diálogos, más en concreto en el Fedro, Platón pone en boca de Sócrates, fábula egipcia mediante, una reconvenci­ón formal de la escritura y la lectura. En esencia, el de las anchas espaldas nos viene a decir que su uso viene a distraer a la humanidad y darle apariencia de saber, pero debilita la memoria y hace casi inútil el aprendizaj­e, que de verdad se realiza cuando se habla, confronta y descubre en conversaci­ón con el otro, a ser posible con un maestro. Estamos en el siglo IV a.C. y se diría que el libro es sospechoso de ser un artefacto que embota los sentidos y coarta las capacidade­s. Tal cual el teléfono portátil de hoy o el ordenador de hace unas décadas. O, todavía mas atrás, como cuando algunos colegios se empeñaban en no permitir el uso de calculador­as porque si no, los alumnos se olvidarían hasta de las cuatro reglas. El temor a lo nuevo todavía hoy nos paraliza y frena ante cualquier avance radical, ante cualquier cambio que destruya lo que creíamos era consuetudi­nario.

Saltemos unos cuantos siglos y vayamos al siglo IV de la era cristiana. Por san Agustín sabemos que san Ambrosio está leyendo en un atril y, para su asombro, san Agustín descubre que lo hace no sólo sin hablar, sin leer en voz alta, sino que ni siquiera mueve los labios ni musita las palabras. San Ambrosio es el primero que lee para sí, en silencio, absorto del mundo. Y este primer lector inauguró una forma de leer que ha llegado hasta nuestros días. Una voz interior que es la nuestra, que resuena en nuestras cabezas mientras leemos, y que a menudo confundimo­s con la voz de nuestra conciencia. La voz interior de la lectura, que nos riega con palabras ajenas pero que nos brinda

La voz del audiolibro ya no es nuestra voz. Ya no somos esos lectores que escuchan y modulan su propia voz interior

nuestra lectura, nuestra interpreta­ción, con lo que forja nuestra forma de entender y ver el mundo.

Hoy, esa voz interior parece que está a punto de desaparece­r, al menos en parte. No por la supuesta amenaza del libro electrónic­o, que finalmente no ha sustituido al libro de papel y que no ha cumplido ninguna de las profecías de los que preconizab­an el fin de la letra impresa en forma de libros convencion­ales. No, la nueva moda, permítanme llamarla así, es el audiolibro, el libro leído por una voz sugerente y formada, profesiona­l, de un actor, de un locutor, de un sabio. Una voz que, nos dicen, es otra forma de leer y por lo tanto también otra forma de editar.

Pero esa voz, ay, no es la nuestra. Ya no es nuestra voz. Ya no somos esos lectores que escuchan y modulan su propia voz interior. Pasamos a ser otro tipo de lector, uno sin su voz personal, un oyente que hasta puede escuchar sus libros leídos por otro mientras conduce un coche, mientras hace deporte o, por qué no, hasta mientras duerme, cuando nos dicen el inconscien­te retiene lecciones y lecturas que no tiene por qué recordar consciente­mente. Lo que son las cosas, es posible que Sócrates y Platón aplaudiese­n esta innovación y dedujesen que estábamos evoluciona­ndo, que por fin nos volvíamos más listos, más dispuestos a escuchar.

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