Una habitación propia en el infierno
Ombra (parla Eurídice)
Autora: Elfriede Jelinek
Dirección: Katie Mitchell
Intérpretes: Jule Böwe, Cathlen Gawlich, Renato Schuch y Maik Solbach
Lugar y fecha: Teatre Lliure. Festival Grec (12/VII/2018)
No es teatro. No es cine. Es una síntesis, como la propia directora defiende. Un fascinante híbrido que podría entrar en la órbita del live cinema, aunque no del todo. Aquí encajaría más el trabajo de Christiane Jatahy. En esta espléndida revisión del mito de Orfeo y Eurídice desde la óptica de la rescatada del Hades –nunca preguntada si deseaba volver–, una precisa coreografía ejecutada por técnicos e intérpretes de la Schaubühne de Berlín construye en directo una película de planos cortos y medios a partir del monólogo interior de una escritora que ya en vida se desvanece a la sombra del éxito y el mito de su marido.
Elfriede Jelinek redefine el mito clásico y Katie Mitchell –por fin un montaje suyo en Barcelona– rompe el aura de la obra acabada que posee el cine y reinventa las soluciones habituales en un rodaje. En el escenario no se repite una toma; el contraplano no se genera en una mesa de edición. Pero ahí está, perfecto, milimétricamente colocado para que el espectador casi no pueda desengancharse de la pantalla y luche para no mirar de reojo lo que, en paralelo, sucede en la penumbra.
Observar atónito cómo se escenifica un perfecto relato filmado, con la elegancia de las transiciones de Robert Lepage. Disfrutar de la fuerza del discurso aportado por la autora. Con sólo tres personajes (la escritora, el cantante, más un personaje silente, Caronte y Cerbero con la apariencia de un ángel de Wim Wenders), Jelinek transforma la desesperación romántica del mito original en la revelación íntima de una mujer que sólo deja de sentir dolor en el silencio del inframundo. Un ser que se rebela con ser sólo un objeto de deseo. Un instrumento para satisfacer las necesidades afectivas y sexuales del hombre. Mitchell aporta al acto de insumisión una atmósfera claustrofóbica, turbia, laberíntica, de emociones agotadas, bunquerizadas, concentradas en el rostro ausente, hermético e intrigado de una gran Jule Böwe. Rostro escrutado con detalle por la cámara. Proximidad por la que la directora entra y ahonda en la mirada subjetiva de la protagonista.
Una película que atrapa –mientras en una cabina situada en un lateral del escenario Cathlen Gawlich va dando lectura a pensamientos nunca antes expresados– precisamente por la hipnótica relación que establece con el espectador. Esa melancolía seca, perturbadora, de los primeros filmes de Wong Kar Wai. Una nueva lectura hecha con una suma de extraordinario talento. Es imposible no oír con fuerza la voz de Eurídice y comprender su firme deseo de regresar a esa “habitación propia” encontrada en el infierno. Un lugar sin dolor, una pluma y papel para una eternidad.