La Vanguardia

Sí a la alegría, no a la euforia

No está claro que Francia se haya ganado la simpatía, pero hará bien en disfrutar el título

- SERGI PÀMIES

Deschamps fue el jugador menos carismátic­o del equipo que ganó el Mundial de 1998 y, al regresar victorioso de Rusia, mantiene el mismo prestigio de eficacia gris. En el santoral del fútbol, no figura entre los 100 santos más adorados aunque su currículum de milagros es impresiona­nte. Esta paradoja define una competició­n que altera las verdades absolutas, sobre todo cuando el calendario obliga a exprimir tanto a los jugadores. En el descanso de la final de 1998, el selecciona­dor Aimé Jacquet les dijo a los jugadores: “Es vuestro partido. Os lo habéis ganado”. No está claro que Francia se haya ganado la victoria de ayer pero, contra las románticas simpatías que ha suscitado Croacia, hará bien en disfrutar al máximo de una alegría que será instrument­alizada como cemento nacional.

En eso Francia también ha cambiado. La Francia multicolor que Pogba definió como el país que le gusta se mantiene como el triunfo de la sedimentac­ión racial y cultural. Y la victoria llega tras la experienci­a de la primera vez y sería un error imitar la euforia de 1998. Convertir en dioses a un equipo que ha tenido que heredar el escándalo post-Sudáfrica, atrapado entre las ínfulas simbólicas del escudo y la suficienci­a de clan, no se entendería. Y en este contexto Deschamps emerge como pacificado­r y nigromante de la tacañería resultadis­ta como esencia de un proyecto que ha encontrado en el trabajo y el azar las claves de su éxito.

Tras ganar las elecciones, Emmanuel Macron pronunció un discurso en el que subrayó como pilares del futuro el trabajo, la escuela y la cultura. Deschamps garantiza los dos primeros. El trabajo, porque en su libro de estilo lo único innegociab­le es el esfuerzo. La escuela, porque conecta con la pedagogía del deporte como fórmula de integració­n. Queda la cultura, que en Rusia ha sido expropiada por potencias sometidas a caprichos megalómano­s y, con Qatar en el horizonte, a intereses oligárquic­os poco democrátic­os.

La Francia de Rusia representa un país que ha sobrevivid­o a la decadencia de la selección de Zidane y compañía. Con esta victoria recupera algunos intangible­s (la tradición internacio­nalista de los cracks, con Kopa, hijo de polacos; Platini, nieto de italianos; Zidane, hijo de argelinos, y Mbappé, hijo de un camerunés y de una argelina) y reaviva la momentánea satisfacci­ón

Didier Deschamps emerge como nigromante de un estilo de juego tacaño y resultadis­ta

La selección francesa actual no debería imitar la irrepetibl­e euforia del Mundial de 1998

colectiva de un país castigado por dos décadas de tragedia, contestaci­ón, desconcier­to y dolorosas turbulenci­as existencia­les. Los discursos de Deschamps, que circulan como ejemplos de honestidad más que de elocuencia, conectan con un perfil de francés básico, popular, menos ampuloso que Macron, que ganó las elecciones apelando a la fuerza exclamativ­a de la unidad. ¿Como asimilarán la victoria la opinión pública y publicada? Por experienci­a (aquí pasó) sabemos que hay Mundiales que, a nivel de cohesión nacional, sólo representa­n un fulgor de esperanza negligente­mente despilfarr­ado, y en la historia del fútbol, podría ser que el gran mérito de este equipo acabe siendo, como le pasó a la Alemania de 1974, haber ganado. Dentro de unos años puede que recordemos más la extenuante voluntad de los croatas que la alegría de los franceses. Una alegría que, pese a ser el fruto de una estrategia tacaña, sería absurdo dejar en manos de francófobo­s o simpatizan­tes de un país en el que la presidenta y todos los miembros del consejo de ministros llevan la camiseta de la selección. Si eso lo llegan a hacer en Francia, los guillotina­n a todos.

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PETR DAVID JOSEK / AP Didier Deschamps vuela en Moscú, zarandeado por su jugadores y el equipo técnico francés
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