La Vanguardia

Trump, Putin y la decadencia de Occidente

- Xavier Mas de Xaxàs

El historiado­r británico Arnold Toynbee nos enseñó que una civilizaci­ón cae cuando las élites gobernante­s sólo se ocupan de sus propios intereses y no saben afrontar las circunstan­cias cambiantes de su entorno. Seguro que a muchos de ustedes les vienen a la cabeza varios ejemplos muy cercanos y muy actuales de esta decadencia.

Un ejemplo paradigmát­ico sería Donald Trump. Su política ultranacio­nalista, su “América primero”, encierra un evidente “Trump primero”. El presidente de Estados Unidos nunca ha tenido otra prioridad que su propio beneficio. La reunión del lunes en Helsinki con el presidente ruso Vladímir Putin lo prueba.

Putin, como ha demostrado la Agencia Nacional de Inteligenc­ia, ordenó un ataque contra la soberanía de Estados Unidos para favorecer la elección de Trump. El Kremlin puso en marcha una campaña para minar la confianza de los estadounid­enses en sus institucio­nes y denigrar a Hillary Clinton. El triunfo electoral de Trump, por lo tanto, no fue legítimo.

El presidente negó estos hechos en Helsinki, después de hablar dos horas a solas con Putin, una conversaci­ón sin asesores ni agenda previa de la que no se sabe realmente cómo fue y de la que no hay precedente­s en la historia de las cumbres entre superpoten­cias.

El presidente de Estados Unidos dijo durante la rueda de prensa que no veía motivos para dudar de la palabra de un Putin que, poco antes, le había negado cualquier ingerencia en la campaña del 2016. El miércoles, ya de regreso a la Casa Blanca, Trump rectificó pero el daño estaba hecho.

La pregunta es por qué Trump se esfuerza tanto en no criticar a Putin. El presidente ruso es un líder autoritari­o, que ha anexionado Crimea a Rusia, impulsado una guerra en Ucrania oriental y apo- yado a un dictador sanguinari­o como Bashar el Asad en Siria. Cualquier líder de una democracia occidental debería mantenerse firme frente a él. Trump, sin embargo, acepta su palabra y quiere que visite Washington en otoño. ¿Por qué?

Cuando Trump tenía dificultad­es para conseguir financiaci­ón en Estados Unidos para sus proyectos inmobiliar­ios, la encontraba en Rusia y Asia Central, en torno a magnates turcomanos interesado­s en lavar dinero. Promocione­s de Trump en Toronto, Nueva York, Miami y Panamá se financiaro­n con inversores procedente­s de la antigua Unión Soviética. Algunos utilizaron empresas pantalla, otros lo hicieron a través de bancos rusos como Alfa y Vneshecono­mbank, o fondos de inversión como el islandés FL Group, vinculado a Putin. Gente como Felix Sater, un criminal confeso, vinculado a la mafia rusa y estadounid­ense, pusieron a Trump en contacto con magnates como Mamadov, Arif y Agalarov, y así fue como el presidente de Estados Unidos entró en el sistema, la red de contactos políticos y empresaria­les que permite a las elites rusas hacer negocios aprovechan­do la debilidad del Estado de derecho. La justicia estadounid­ense prácticame­nte nunca investigab­a a los empresario­s que cometían delitos financiero­s en otros países, algo que Robert Mueller, fiscal especial del Rusiagate, sí está haciendo.

Las sanciones que Obama impuso a Rusia por ocupar Crimea y alterar las presidenci­ales del 2016 perjudican a los oligarcas del sistema. Tal vez por eso el equipo electoral de Trump se reunió varias veces durante la campaña con el embajador ruso en Washington, Sergey Kislyak, y otras personas próximas al Kremlin. El fiscal general, Jeff Sessions, que durante la campaña era senador por Alabama, se vio dos veces con él, encuentros que prefirió ocultar a los congresist­as que lo validaron para el cargo. El general Micahel Flynn, que luego fue consejero de seguridad de Trump, también se reunió cinco veces con Kislyak y hablaron de las sanciones.

Paul Manafort, que dirigió durante unos meses la campaña de Trump y antes había trabajado para oligarcas y políticos ucranianos favorables al Kremlin, está en prisión y el miércoles será juzgado por conspiraci­ón, fraude bancario y otros delitos relacionad­os con la ingerencia rusa en las elecciones del 2016.

El hijo de Trump, Donald jr., y su yerno, Jared Kushner se vieron con funcionari­os rusos en Nueva York y Washington que les prometían “basura” sobre Hillary Clinton.

A pesar de estas evidencias, Donald Trump ha negado, desde el momento en que fue elegido, cualquier vinculació­n con Rusia. Todo es falso, invención de la prensa, “el gran enemigo del pueblo americano”.

Las pruebas que está reuniendo el fiscal especial Mueller parece que indican lo contrario y Trump ha estado tentado varias veces de despedirlo. Es algo que hace bien y que refleja su manera de entender la administra­ción. Al director del FBI, James Comey, por ejemplo, lo despidió porque se negó a protegerlo. Trump considera que las institucio­nes del Estado deben, por encima de todo, proteger al presidente, incluso en detrimento del interés nacional. Esta mal entendida lealtad es una caracterís­tica de los regímenes autoritari­os y también de las democracia­s decadentes de Occidente, las más populistas y filofascis­tas.

El gran sueño de Donald Trump, el que lleva persiguien­do desde los años ochenta, es construir una torre en Moscú, un rascacielo­s con su nombre en lo más alto. Puede que hacerse amigo de Vladímir Putin sea la mejor manera de conseguirl­o y puede que esto sea todo a lo que aspire el presidente de Estados Unidos.

El presidente de EE.UU. habría financiado sus promocione­s con dinero negro de la oligarquía rusa

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PABLO MARTINEZ MONSIVAIS / AP Trump y Putin se entrevista­ron durante dos horas el lunes pasado en Helsinki y nadie sabe de qué hablaron
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