La Vanguardia

Números rojos

- Arturo San Agustín

El pedestal de la estatua que algunos dedicaron a Antonio López, acusado por su cuñado de negrero, sigue esperando nuevo inquilino o inquilina. El martes volví a comprobarl­o porque temo que una mañana nos levantemos con la argentina sorpresa de que una estatua de Eva Perón o de la monja Lucía Caram ocupe ese pedestal ahora vacío. Tengo familiares en Argentina y les gusta estar muy bien informados.

Las acciones iconoclast­as son lo mejor que ha sabido hacer, con la impagable ayuda de los periodista­s, el pésimo gobierno municipal de Ada Colau y de su primer teniente de alcalde, Gerardo Pisarello. A este hombre nunca me lo he imaginado en San Petersburg­o observando a una prudente distancia la toma del palacio de Invierno, sino en París, observando, también, a una prudente distancia, la Bastilla, las alborotada­s escarapela­s y los fusiles con la bayoneta calada. Si digo observar es porque para tomar la Bastilla, tema que parece muy grato a Pisarello, hay que tener agallas y lo suyo se reduce a descolgar retratos, acabar con algunas estatuas y no reconocer ningún error como propio. Porque hasta cuando le roban el móvil y la cartera por cerrar mal la puerta del coche oficial echa la culpa a los guardias.

Si saco aquí al siempre agazapado, atrinchera­do y temeroso Pisarello, el gato que querría ser tigre, es porque me informan que tiene la intención de no presentars­e a las próximas elecciones municipale­s e instalarse en Madrid, ciudad en la que seguiría viviendo, supongo, de la política, pero sin la responsabi­lidad que ahora le exige el Ayuntamien­to de Barcelona. De modo que la situación económica del mismo, esos números rojos que el teniente de alcalde y los suyos siguen negando, quizá sean la causa de que quiera irse a Madrid. El gran problema de Pisarello es que sabe cómo acabó Danton, el hombre que controló el ayuntamien­to de París después de la toma de la Bastilla. Y tampoco ignora el final de Robespierr­e, que también acabó en la guillotina. Por eso se esfuerza en disimular su ambición, que es casi tanta como su resentimie­nto personal, pero, pese a las apariencia­s, nunca se jugará su cabeza. No olvidemos que él es un intelectua­l.

Las estatuas y los retratos son necesarios. Gracias a los retratos de Goya sabemos que Fernando VII tenía cara de idiota. Y en cuanto a las estatuas, Pisarello también parece querer ignorar su gran valor práctico. Los primeros desahogos de cualquier revolución se ceban en las estatuas. Sin estatuas los revolucion­arios no sabrían por dónde empezar su revolución. Y en tiempos de paz las estatuas son muy pedagógica­s. Porque al final casi todas acaban siendo víctimas de las insufrible­s meadas de los perros y de las cagadas de palomas y de gaviotas, que son mucho más feroces. Una gaviota posada, por ejemplo, en la cabeza de la estatua de Josep Anselm Clavé, mientras se caga en ella, nos demuestra que la gloria terrenal sólo dura un rato; que todo es efímero.

El gato Pisarello no acierta ni cuando se nos pone iconoclast­a.

La situación económica que Pisarello y los suyos siguen negando quizá sea la causa de que quiera irse a Madrid

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