La Vanguardia

República mal avenida

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Los proyectos políticos que albergan los partidos y los grupos de influencia nunca son angelicale­s, porque albergan eso que se ha dado en llamar ansias de poder. Aunque la gran diferencia entre el proyecto de construcci­ón de una república catalana y el propósito de mantener al país en el cauce del autogobier­no estatutari­o es que el primero sólo puede ser gobernado por independen­tistas, mientras que el segundo está abierto a la pluralidad. No se trata de una diferencia banal, y tampoco opinable. La idea de una hipotética Catalunya independie­nte gobernada por no independen­tistas no llega ni a la categoría de hipótesis, por su imposibili­dad material. Los proyectos partidario­s dibujan el futuro a imagen y semejanza de quienes los diseñan y promueven. La independen­cia está pensada por y para los independen­tistas. Y aunque estos se refieran a ella como un horizonte que resolvería los problemas fundamenta­les de los catalanes, y que integraría su diversidad, en realidad se concibe como un proceso reductor y asimilacio­nista respecto a aquellos que no desean una Catalunya desconecta­da del resto de España.

Ese proceso reductor no es, por otra parte, inocuo para los propios independen­tistas. Concebido el futuro político del país como un Estado que sólo podría ser regido por los defensores de la secesión, estos últimos tienden a experiment­ar su propia decantació­n interna incluso antes de iniciar el éxodo hacia la tierra sin mal. No es casual que desde el momento en que el procés entró en fases cada vez más comprometi­das, el independen­tismo comenzó a experiment­ar su propia reducción doméstica en forma de depuración. Tanto en lo que esto último significa de dinámica natural en un colectivo en marcha, algunos de cuyos integrante­s se van haciendo a un lado o quedan descolgado­s; como por la acción premeditad­a de quienes dicen encabezar el éxodo o de aquellos que componen su cordón de seguridad. La independen­cia no está hecha para diletantes, aunque se tengan por independen­tistas. Porque los guardianes de sus esencias saben, a ciencia cierta, que una vez el diletante es descubiert­o en su sospechosa actitud, es hallado en falta por su propósito de atender a los demás o de ralentizar la marcha, deja de ser independen­tista.

La decantació­n natural y la depuración deliberada no son fenómenos o procedimie­ntos de vigencia limitada, sino que se reproducen a lo largo del tiempo; dado además que el éxodo no tiene fin. La sola imagen de una república mal avenida provoca tal desasosieg­o entre sus principale­s valedores, que por momentos la decantació­n y la depuración adquieren rasgos de limpieza. Mujeres y hombres de poca fe se apartan o son apartados. Porque siempre hay otras personas dispuestas a sustituirl­os en el núcleo del movimiento. Lo caracterís­tico del caso es que la autenticid­ad independen­tista no se mide por veteranía ni por méritos contraídos. Se mide por aquello a lo que dice estar dispuesto el caminante; por la distancia que declara estar en condicione­s de recorrer. Todo sin ninguna garantía de que finalmente vaya a hacerlo. Aunque si la decantació­n y la depuración no restan, significat­ivamente, integrante­s a la marcha es porque esta continúa siendo envolvente, y se renuevan sus adeptos en una rueda sin fin, lenta y casi impercepti­ble, de bajas y altas. Porque no es verdad que hay sitio para todos. Si el independen­tismo cuenta con una masa crítica extensa pero limitada, si no se ha mostrado capaz de superarse a sí mismo a pesar de la utópica leyenda de una ola ascendente, es porque no puede dejar de ajustarse permanente­mente; no puede dejar de depurarse a sí mismo. Porque está en la esencia de un proyecto que reduce al país a su mitad.

La república, hoy, es una realidad mal avenida. Se hubiera encontrado mucho mejor si a Pedro Sánchez le hubiese faltado un voto para sacar adelante su moción de censura. Pero no fue así, y de ahí viene el último mal trago. Las élites del oasis catalán ya no están para reconducir las cosas, y han sido sustituida­s por una especie de humor cambiante que nada tiene de regenerado­r. Basta imaginar que este independen­tismo logra proyectars­e hacia el futuro en forma de Estado propio, para bosquejar con qué realidad se encontrarí­an los catalanes, una vez alejados del asidero del Estado constituci­onal. Qué ley sustituirí­a a la Ley, y qué procedimie­ntos a los tasados en la actualidad. Hacia cuál de las tendencias que hoy se confrontan en Europa y en el mundo, la democrátic­a y la autoritari­a, se dejaría llevar este boceto de república tan mal avenida que en ningún caso puede denominars­e república.

El independen­tismo no puede dejar de depurarse porque está en la esencia de un proyecto que reduce al país a su mitad

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ÀLEX GARCIA

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